Dr. Angel Rodriguez Kauth (*)
«Es indudable que [el] significado del drama guarda cierta relación con su descendencia de los ritos sacrificiales (el chivo y el chivo emisario) en el culto de los dioses: el drama aplaca, en cierta manera, la incipiente rebelión contra el orden divino que decretó el imperio del sufrimiento. El héroe es, en principio, un rebelde contra Dios y lo divino; y es del sentimiento de miseria que la débil criatura siente enfrentada con el poderío divino de donde el placer puede considerarse derivado, a través de la satisfacción masoquista y del goce directo del personaje, cuya grandeza el drama tiende, con todo, a destacar. He aquí, en efecto, la actitud prometeica del ser humano, quien, animado de un espíritu de mezquina complacencia, está dispuesto a dejarse aplacar por el momento con una gratificación meramente transitoria» (Freud, 1905). Para la época en que Freud escribió estas líneas, él no tenía idea de que en un futuro cercano -unos treinta años- se pondría en marcha en el escenario político aquello a lo que él hacía alusión para el escenario dramático del espectáculo teatral.
El origen de la popularizada expresión «chivo expiatorio» puede encontrarse en los propios rituales religiosos judíos de la antigüedad. Ya en el Templo de Jerusalén, el sumo sacerdote realizaba sacrificios de animales como una forma de expiar los pecados de la comunidad, para lo que utilizaba un carnero que, luego de ser objeto de una manipulación ritual se lo despeñaba desde un cerro. De ahí el valor simbólico del término en cuestión.
En el período de entre ambas guerras mundiales, en la Alemania hitleriana (1) fueron los miembros de la comunidad -la «raza» en el decir popular- judía el pueblo elegido (2) por los jerarcas del nazismo para que actuaran el triste, oprobioso y peligroso papel de los «chivos» que debían expiar -con sus sufrimientos- las culpas del vapuleado orgullo alemán, aquella soberbia militarista que fuera humillada por las condiciones -infamantes- que les impusieran con el Tratado de Versalles. Y fue a los judíos, como individuos y colectivo, a quienes se presentó a la opinión pública alemana y se les dibujó -además de una estrella en la casaca y un número grabado indeleblemente en sus antebrazos- frente el «patriótico y valiente» pueblo alemán de aquella época como los objetos sobre los cuales descargar la revancha que buscaban para limpiar el honor mancillado. Es decir, se los expuso como los culpables de los fracasos económicos y de los dramas sociales que surgieron después de instalada la República de Weimar (3).
A su vez, en Argentina, con condiciones sociopolíticas y económicas mucho menos trágicas que las que se vivían por entonces en Alemania, también hubo necesidad de inventar una figura demoníaca al finalizar la Segunda Guerra, en la que sin participar directamente -sólo un par de meses antes de la rendición alemana el Gobierno argentino le declara la guerra al Tercer Reich, en un acto oportunista- el gobierno argentino fue derrotado diplomáticamente. Esto debido a que hasta esos momentos, nuestras autoridades dieron su apoyo silencioso a los nazis y a quiénes constituían el Eje, pese a la neutralidad declarada y declamada (Newton y Converse, 2000).
Así apareció en el escenario político argentino el fantasma del capitalismo norteamericano, el cual quería meter sus narices en nuestro país. Pero ése no le fue suficiente argumento al gobierno fascista de Juan D. Perón para consolidar la afluencia de un apoyo popular masivo que en principio le fuera esquivo (4). Es necesario recordar que siendo el fascismo un movimiento represivo, a Perón le era imprescindible el consenso generalizado, no sólo para legitimarse políticamente, sino debido a que ésa era la condición necesaria de su existir. Entonces se puso en escena un nuevo sonsonete: el de la «sinarquía» internacional; el cual no era otra cosa que una suerte de cocktail en donde se mezclaban el capitalismo judío, el comunismo ateo y apátrida -y también judío, ya que buena parte de los dirigentes del Partido Comunista Argentino eran de aquel origen- y la masonería. Vale decir, se juntaron en un mismo redil a todos los demonios del averno para presentarlos en contra de los sacros intereses patrios. Para el caso, se tomó lo que había al alcance de las manos -en sentido ideológico- y se los convirtió en los malos de la película y, aunque eran invisibles al ojo humano común, el pueblo creía estar seguro que ellos eran los verdaderos enemigos, ya que eso le decían sus mesiánicos dirigentes.
No es descabellado sospechar que en esta búsqueda de «chivos expiatorios» por el error cometido al haber depositado las simpatías en los perdedores, el gobierno hubiese recurrido a la ayuda que gratuitamente le ofrecían sus amigos nazis alemanes (5). Asimismo, cuando anteriormente Perón había ocupado el cargo de Agregado Militar ante el Gobierno de Chile, se ocupó de cultivar amistades nazis y hasta de constituir una red de espionaje nazi para el Cono Sur; tarea para lo que contó con la valiosa ayuda de un militar retirado chileno, como así también de miembros de la Embajada alemana en Argentina que contacta con él a través de personeros que realizaban sus negocios lícitos -y también el espionaje- en la Cámara de Comercio Argentina Alemana.
En la actualidad, principio del tercer milenio, los miembros de la comunidad judía pareciera que han perdido por el camino de sus múltiples exilios históricos el carácter demoníaco que oportunamente se les atribuyó debido, fundamentalmente, a que ellos son los principales enemigos de los árabes en la convulsionada región del Cercano Oriente; éstos son quienes aparecen como los nuevos invasores de la Europa libre, merced a la avalancha de refugiados de aquel origen que se instalan en su territorio o pretenden hacerlo. Sin embargo, en Argentina subsisten pequeños grupos antisemitas encargados de hacer alguna pintada con leyendas ofensivas en el domicilio de algún miembro de la judería, o de atacar con bombas de alquitrán algún templo hebreo, como también han profanado cementerios de la colectividad (6). Así también, no puede olvidarse que durante la década de los ’90, se hizo estallar -1993- la sede de la embajada de Israel en Bs. Aires y -poco después, el 18 de julio de 1994- hacer otro tanto con el local de la A.M.I.A., lo que produjo un enorme dolor -físico y psicológico- no solamente a la colectividad judía, sino a la mayoría de los habitantes del país y del mundo no islámico, ya que el atentado no solo dejó un trágico saldo de víctimas, sino que también reavivó la desconfianza hacia los gobernantes que dan señales amistosas pero que no logran solucionar los problemas. Aunque, este hecho sirvió para hacer aflorar el miedo en miembros de una comunidad educativa católica que solicitaron que un colegio judío de la zona fuera cerrado por temor a sufrir los efectos de un posible atentado futuro (Rodriguez Kauth y Falcón, 1996).
No se podría decir que haya en Argentina la existencia notable de un racismo xenófobo que estuviese buscando chivos expiatorios, ya que solamente quedan en ella los judíos, los árabes y los asiáticos como poblaciones extendidas a lo largo del territorio que no son de la tradicional raigambre española o italiana -más algunos pocos aborígenes que sobrevivieron al genocidio del General Roca en el Siglo XIX-; más, entre los judíos y árabes, ni unos ni otros tienen rasgos fisiognómicos particulares que los delaten elocuentemente como miembros de una «raza» diferente a la que habita el país. En general, tanto judíos como árabes, son vistos más qué como «razas» diferentes, como portadores de culturas distintas pero integradas al todo nacional, con costumbres que a veces pueden ser calificadas como «raras» a las autóctonas, las que se heredaron de los inmigrantes italianos y españoles, que son los ancestros de la mayoría de la población argentina.
La intolerancia en Argentina, a comienzos del Siglo XX, se manifestó con el batir del sonsonete del «ser nacional» basado en una supuesta identidad con los gauchos pampeanos, la hispanidad colonizadora y el catolicismo fundante; eso fue más que suficiente para perseguir a quienes «pensaban feo»: anarquistas y socialistas, que no se ajustaban al modo de pensamiento del «ser nacional». Al respecto vale reproducir textualmente unas palabras pronunciadas por Perón en 1947: «Yo he de afirmar con tristeza que buena parte del gran legado cultural que recibimos de España lo hemos olvidado, o lo hemos trocado por advenedizos escarceos introducidos a la par por los potentados que dilapidan sus fortunas en ciudades alegres y cosmopolitas y regresaban cantando loas a su propia disipación, y por los venidos de los bajos fondos de cualquier parte del mundo, que llegados a nuestras playas y a fuerza del número y por obra del contacto directo y constante con nuestro pueblo lograban infiltrarle un indefinido sentimiento de repudio a las manifestaciones espontaneas de todo lo tradicional hispano-criollo. Así la literatura, la ciencia, el derecho, la filosofía, el arte, han adquirido forma híbridas, difusas y apagadas; siendo cada día menor el sentido de grandeza y el afán ascensional que han de animar a las verdaderas creaciones del espíritu para que alcance realmente atributos de universalidad y peremnidad» (Chávez, 1984). Como se desprende del texto anterior, son los argentinos «vende-patria» y los extranjeros los culpables de que se alcance un espíritu de peremnidad, es decir, de inmovilismo, de fin de la historia, como cuatro décadas más tarde propusiera Fukuyama (1990).
Un estudio de investigación encargado por el Comité Judío Norteamericano descubrió, sobre un muestreo limitado -1900 casos, en una población de 35 millones que era la que tenía Argentina por entonces- que se manifiesta hostilidad hacia los coreanos en un 16% de los encuestados, hacia los judíos un 15% y, más atrás, paraguayos y árabes. Debe notarse que estos datos son tramposos, ya que la hostilidad manifestada no es acumulativa, sino que las mismas unidades muestrales que responden tener resistencias hacia unos, también las tienen hacia los otros.
Salvo algunos bochornosos episodios claramente antisemitas, durante los sucesos de la Semana Trágica, en 1919 -en que asesinaron a más de un centenar de judíos-, después no son destacables episodios colectivos de ese tenor; en todo caso se puede hablar de algún ataque contra algún judío en particular (7). Otro tanto ocurre con los árabes residentes, a punto tal que en Argentina ha habido un Presidente de origen sirio y muchos ministros y legisladores, así como también jueces y magistrados tanto de origen judío como árabe.
Sin embargo, esos episodios puntuales a los que me referí, en general, suelen venir acompañados de una alta dosis de insultos. Obvio es que en este sucinto relato no tomo en cuenta los hechos aislados protagonizados por algunos grupúsculos nazis que no pierden la oportunidad de demostrar su caridad y misericordia -la que llevan colgada al cuello con algún signo que los identifique como practicantes católicos-, pintando alguna cruz gamada en la puerta de un templo de la comunidad israelita. Pero, curiosamente (Rodriguez Kauth, 1995), hay veces en que el miedo, como fenómeno colectivo que puede ser leído desde lo psicosocial, alienta la expresión de actitudes racistas. Tal es lo que ocurrió luego del atentado contra la A.M.I.A., cuando vecinos árabes y judíos que compartieron amistosamente desde principios del siglo el mismo barrio como lugar de residencia familiar y de negocios, empezaron a desconfiar mutuamente unos de otros.
Respecto a los judíos, no existió una persecución permanente y sistemática contra ellos, ni tampoco han estado instalados fuertes prejuicios que les impidieran transitar por las calles de las ciudades, simplemente aparece algún antisemitismo como efecto larvado luego de noticias que tienen a miembros de aquella comunidad como sus protagonistas principales. Por ejemplo, «En ocasión del atentado fue un lugar común -más- entre los medios periodísticos decir que también habían «caído víctimas inocentes». Esta expresión no es otra cosa que una renguera del inconsciente. Si se acepta que hubieron víctimas inocentes, lógicamente se deduce que han habido otras víctimas que fueron culpables. Se me hace (perdón Borges) que los inocentes fueron todos aquellos no judíos que cayeron como consecuencia de la explosión; parece que los otros no eran inocentes ¡porque si eran judíos, entonces se lo merecían!. Las palabras no mienten y afirmaciones como la anterior son un ejemplo elocuente de intolerancia testimoniada a través de un lapsus que atraviesa longitudinalmente al imaginario social» (Rodriguez Kauth, 1994).
Es interesante destacar las particulares y perversas (Falcón, 1997) relaciones que mantuvieron algunos dirigentes de las organizaciones en que se fracciona la comunidad judía argentina con el gobierno menemista. Durante ese período se tuvieron las mejores relaciones entre el Estado de Israel y el Estado Argentino, tanto culturales como comerciales, lo cual no significa que esa relación bilateral se haya reforzado en establecer unos óptimos vínculos con la comunidad judía nacional. Si bien es cierto, durante el gobierno de R. Alfonsín el país mantuvo vínculos más estrechos con los países árabes, también es verdad que sus relaciones internas con la comunidad judía eran satisfactorias. Con el arribo de Menem al gobierno, muchos judíos sintieron temores sobre su seguridad debido, no sólo a la condición de descendiente de árabes del Presidente, sino también a causa de que su afiliación peronista -de contenido político proclive a estar cerca del nazismo- lo convertía, por principio, en peligroso al intereses y seguridad de la judería. Sin embargo, el Canciller de entonces -D. Cavallo- realizó gestiones para acercar al país a las mejores relaciones de toda su historia con los Estados Unidos -las que más tarde serían definidas como «carnales», por otro Canciller menemista-, cuyos gobernantes influyeron para que se estableciera un acercamiento mayor desde Argentina hacia Israel, ya que esto es lo que se correspondía -y se corresponde- con los intereses geopolíticos y económicos del capitalismo norteamericano.
Pero cuando ocurrieron los atentados terroristas en la Embajada y contra la A.M.I.A., las relaciones con el gobierno variaron de rumbo. El titular de la D.A.I.A. era el banquero y financista Rubén Beraja, quien sostenía que no era conveniente estrechar vínculos con Israel, sino que era preferible mantener canales más ágiles en lo nacional, ya que eso favorecería la expansión de los negocios de la comunidad judía. Estas opiniones significaron para Beraja enfrentarse directa y duramente con el Embajador israelí, quién desde el instante de la «voladura» de su Embajada, mantuvo una posición irreductible de exigir al gobierno la búsqueda de los responsables del atentado. Beraja no solo presidía la D.A.I.A., también era el Presidente del Banco Mayo, desde dónde recibía «… apoyos fundamentales para su disputa política» (Malamed, 2000), a la vez que tenía intereses financieros en el Banco Patricios. Sin embargo, en los trámites políticos trás bambalinas le importaba más su condición de hombre de negocios que la de ser judío y representar públicamente a la comunidad. Su operar político se fundaba en el uso recíproco, vale decir, el gobierno peronista buscaba a través de Beraja el apoyo electoral de la comunidad judía, a la vez que Beraja buscaba aliados en el gobierno para sus maniobras fraudulentas. En 1998, quebró el Banco Mayo -previo al Patricios- dejando con ambas caídas en la calle a millares de inversionistas, pequeños y medianos, que confiaron sus ahorros a una u otra entidad crediticia. Antes de estos episodios de la vida financiera argentina, Beraja se encontró con el repudio explícito de los judíos porteños, que le expresaron el desagrado por la modalidad impresa a su conducción. Esto ocurría en cada acto en que se rendía homenaje a las víctimas de los atentados.
Este repudio se hizo patente durante la recordación del tercer aniversario del atentado contra la A.M.I.A., en el cual Beraja recibió públicamente -junto al Ministro del Interior C. Corach, también judío- una serie inusitada de insultos y agravios. Se demostraba que la paciencia se acaba y de que no había más lugar para especulaciones, ya fueran políticas o financieras. Beraja acusó de una maniobra en su contra a un rabino, a lo cual éste respondió que «Ante la impunidad, la paciencia tiene un límite y eso es lo que manifestó la gente«.
El sucesor de Beraja en la D.A.I.A. también estaba ligado a la banca nacional -Patricios (8)- y así logró subsidios no reembolsables para reconstruir el edificio de la A.M.I.A. (9). Esos trámites poco transparentes en que se produjeron manejos políticos y económicos de las instituciones judías han traído consecuencias severas, que pudieron ser previstas. Resultados graves -no solo económicos- sino fundamentalmente psicosociales, ya que algunos no judíos sostienen que cada vez que un miembro de la comunidad judía se entrevista con funcionarios del gobierno, eso nos cuesta a los argentinos -como si los judíos no lo fueran- millones de dólares irrecuperables (10).
Estos hechos sirvieron para el renacer de prácticas ideológicas que han puesto sobre la mesa el tradicional argumento nazi acerca de que a los judíos lo único que les interesa es el dinero. Para colmar las maniobras siniestras, debe anotarse que en 1999 el abogado de la D.A.I.A. y, a su vez, representante legal de muchos familiares de las víctimas de los atentados terroristas, fue procesado por un Juez Federal por el delito de «lavado de dinero» en negociaciones bancarias poco transparentes. No quepan dudas que todo esto -la quiebra de las entidades crediticias Mayo y Patricios, como la última citada- ha provocado un resurgimiento de sentimientos xenófobos hacia los judíos en algunos sectores que ven -con temor-como en medio de la frivolidad y banalidad -que se vivió durante el gobierno de Menem- se dilapidan sus recursos y qué, en última instancia, terminan defraudando la buena fe de los inversores en entidades que ofrecen intereses más que suculentos a sus clientes … y, como no podía ser de otra manera, los estafaron. Provoca alarma que quiénes estaban mezclados en operaciones financieras fraudulentas fueran judíos, ya que con tal conducta alientan la «certeza» del prejuicio sobre el afán por el dinero que tienen los judíos, el que transita por los imaginarios colectivos no judíos. Obvio que los personajes no judíos implicados en tales maniobras de fraude -muchos, sobre todo en la complicidad gubernamental- nadie se acuerda siquiera de sus nombres.
Estos hechos lamentables hacen aparecer nuevamente la figura del chivo expiatorio. La economía argentina está en terapia intensiva y alguien debe de pagar los platos rotos; para lo cual nada mejor que la figura de los judíos, que ya tienen una larga historia en el cumplimiento de tal papel social que les es adjudicado gratuitamente. Recuérdese el caso presentado por Bettelheim y Janowitz (1950) de lo que ellos denominan «un veterano antisemita estereotipado«, cuando el individuo entrevistado manifiesta explícitamente que: «Es cierto que el judío usa su cerebro para evadir las dificultades y es astuto«. Sin dudas que afirmaciones como la anterior dejan mal parados a los no judíos, que parece que tuvieran el cerebro solamente para llenar la cavidad craneana. Más, ironías al margen, lo cierto es que el estereotipo prejuicioso transita por algunos sectores del imaginario social y que episodios financieros y políticos como los citados, flaco favor le hacen a su erradicación definitiva. Por el contrario, ponen en escena nuevamente a la figura del chivo que debe expiar las culpas. Al respecto, debe tenerse presente que es en épocas de volatilidad e inestabilidad política y económica cuando emergen de las cenizas las actitudes antisemíticas, como así también cualquier otra actitud de prejuicios estereotipados contra los «extraños».
En los primeros cien días de su mandato, el gobierno de F. De la Rúa ha intentado demostrar, más allá de palabras políticas, el deseo y la voluntad de esclarecer los dos atentados. Llegó a -mayo 2000- recibir a sobrevivientes de los campos de exterminio en su despacho para pedirles perdón. Lo hizo con las siguientes palabras: «Perdón por nuestro país, porque en algún momento se toleró o se produjo la infiltración o la presencia de personajes de aquél racismo tremendo«. Se refería a la época en que millares de nazis arribaron a la Argentina buscando refugio y esquivando las sanciones que les podían aplicar en Europa y todo esto con la anuencia de los gobernantes argentinos de entonces. Entre los más famosos de aquellos siniestros genocidas que viajaron a Argentina, vale recordar los nombres de Adolfo Eichmann -«El Exterminador»-; al ex miembro de las SS, M. Bormann; al médico J. Mengele (11) -«Doctor Muerte»- quién ingresó vía Italia con pasaporte a nombre de Gregor, facilitado por la Cruz Roja. Vivió pocos años en Argentina y, trás regresar a Alemania fue a Paraguay, dónde lo recibió el dictador A. Stroessner y, cuando sintió al servicio secreto israelí en su nuca escapó a Brasil; ahí murió en las playas del sur. Asimismo ingresaron a Argentina el piloto H. Rudel; al genocida croata Ante Pavelic (12) y el oficial alemán E. Priebke, responsable de los fusilamientos en la Fosas Ardetinas, en Roma. Ha sido devuelto a la Justicia italiana que lo ha condenado a prisión por crímenes de guerra. Hay que destacar que alrededor de cien ex combatientes nazis conformaron lo que se llamó la «Legión Alemana», la que estaba dispuesta a dar su vida por defender al régimen de Perón en momentos en que éste tambaleaba.
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Como en la década de los pasados años treinta, fueron los judíos los chivos emisarios sobre los que descargar el odio, hoy han sido reemplazados -tanto en la Europa Occidental como en los Estados Unidos- aquellos por los inmigrantes del Tercer Mundo que -se exagera- están conquistando con su presencia aquellas santas e impolutas tierras. Ellos son los responsables de todas las desventuras sociales (léase delincuencia) y económicas (entiéndase desocupación) que se viven en la presentada a las vidrieras mundiales como la exitosa Unión Económica Europea. El chivo expiatorio más notable hoy son los musulmanes, a los que el mundo occidental hace muy poca cosa por evitar que sean masacrados -tanto en sus lugares de origen, como en otro lugar (13)-, como así también ocurrió con la guerra de Kosovo (14) y la de Chechenia.
El Padre de la Historia, Herodoto, sentenciaba, hace unos 2500 años, que «En la paz los hijos entierran a los padres y en la guerra los padres entierran a los hijos«. Asimismo, el pensador ítalo-argentino, José Ingenieros, con pasión, decía: «¡Que nunca vuelvan a matarse los hijos con las armas pagadas con el sudor de sus padres!«. A lo que Herodoto veía como lo que más tarde Alberdi (1870) llamó el crimen de la guerra, Ingenieros le sumó el contenido de lo político y lo económico. Las guerras las hacen aquéllos que no envían sus hijos al frente de batalla, son los que fabrican las armas con el sudor y el sacrificio de los trabajadores -quienes materialmente envían sus hijos a las trincheras como carne de cañón- para satisfacer lo que se llama, eufemísticamente, el esfuerzo de guerra (Rodriguez Kauth, 1987). En la última década se han sucedido -en territorio europeo, a más de Africa y Asia- las masacres ocasionadas por las tropas rusas en Chechenia y el ocurrido en territorio de la ex Yugoslavia por tropas norteamericanas. Estos luctuosos episodios debieran advertir al mundo acerca de aquéllos dichos de Ingenieros frente a una de las más grandes y descaradas hipocresías del siglo XX en la política internacional; como así también las persecuciones posteriores a la población serbia -con la complicidad de las tropas de «paz» de las UN-; las desventuras de los inmigrantes albaneses en su intento por huir hacia Italia; los permanentes ataques israelís en el sur del Líbano y las matanzas en territorio Checheno (Rodriguez Kauth, 1995 y 1999b), todos los cuales reflejan la presencia de un imaginario social para el cual, si bien es cierto, matar no está bien, sin embargo, cuando se trata de matar islámicos pareciera que no está tan mal y poco se hace para evitarlo, más aún, tengo la sospecha que en silencio se lo alienta.
Tanto las prácticas religiosas de los musulmanes, como sus costumbres cotidianas «extrañas» y, sobre todo, las expresiones de algunos de sus líderes terroristas de la Hezbollah, provocan una sensación de espanto semejante al que produjeron los bolcheviques soviéticos al resto de Europa durante la primera mitad del Siglo XX. Ellos, los marginales -dicho desde una centralidad que cree tener la ubicación precisa en el mundo- son a quiénes se les adjudica la responsabilidad y la culpabilidad de la inseguridad ciudadana que, según la burguesía, se vive. De tal suerte son los responsables de que las mujeres no puedan transitar en la noche por la calle debido a que corren el riesgo de ser violadas por un musulmán (15) y, los hombres, tienen pánico a ser asaltados por algún árabe, o «sudaca», que necesite dinero y se le ocurra encontrarlo en sus bolsillos. Cuando estalla la sensación de inseguridad es el momento en que emergen los «salvadores de la patria», los dirigentes paternalistas que se hacen cargo de cuidar a los ciudadanos de sus enemigos foráneos, imponiendo orden y respeto por las leyes vigentes. Pero en sus febriles discursos ellos prometen hacerse cargo de terminar con el caos y dejar todo en un inmovilismo que es impensable para dos células grises unidas por una sinapsis (Balandier, 1988). El orden lo comienzan a sugerir poniendo «en caja» a los extranjeros, aunque no a cualquier extranjero, sólo con los que resultan sospechosos de peligrosidad por algunas características fisiognómicas particulares y, entonces, ya está instalado en la sociedad el discurso xenófobo, propio de las extrema derecha durante la primera mitad del siglo pasado, pero que también ha seguido las recetas oportunistas de la postmodernidad y se ha reciclado, correspondiendo en la actualidad a ése engendro que se llama «la nueva derecha», inaugurada por M. Thatcher y R. Reagan, en los años ’80.
En la actualidad, una de las causas de conflictos entre «los de adentro» y «los de afuera», desde una perspectiva cultural, es la negación de los inmigrantes a integrarse plenamente a la cultura del país receptor. Los inmigrantes, en especial los musulmanes, arrastran todo su bagaje cultural y ésta situación pareciera ser enojosa para los que juegan de locales, ya que provoca «roces» con los sectores intolerantes de la población de acogida. Algo que exacerba más los conflictos «interraciales» es lo que tiene que ver con las creencias religiosas y sus prácticas. Esto se puede observar en la intolerancia expresada por el fundamentalismo religioso musulmán entre las comunidades de migrantes de ese origen. En este caso se produce un fenómeno a la inversa de lo que es habitual de la intolerancia religiosa y racista, es decir, el fanatismo religioso del fundamentalismo islámico incita a los suyos a ser intolerantes con la cultura europea. Esta falta de integración cultural de los inmigrantes es un problema que ha entrado a preocupar a los dirigentes de los países miembros de la Comunidad Europea.
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Los hechos de intolerancia clasista y racista con los migrantes no ocurren solo en Europa Occidental, en Sudamérica se observa cotidianamente que es lo que sucede con los residentes de países vecinos que -permanentemente- son acusados de traficar con drogas, o se los implica -policial y hasta judicialmente- en alguna forma delictiva: se trata de la estrategia perversa que se usa desde los aparatos hegemónicos del Estado (Gramsci, 1949), en particular por los medios de comunicación social, como un instrumento para expresar el temor -escondido- que provoca saberlos competidores desleales para el trabajo de los habitantes nativos.
En Argentina, durante el primer período peronista (1946-1955), las autoridades alentaron las migraciones internas: del campo hacia las ciudades (16). La oligarquía «vacuna», opositora a Perón no por ideología, sino por cuestiones de forma que les desagradaban -aunque no por eso dejaron de aprovecharse de las ventajas económicas que se les ofreció desde un proyecto económico «desarrollista»- bautizó como «aluvión zoológico» al arribo masivo de «cabecitas negras» a las ciudades. Ellos no eran más que hombres de campo que trabajaban para enriquecer las faltriqueras de los estancieros, viviendo en la pobreza sin conocer, por ejemplo, la energía eléctrica. Para la oligarquía esos individuos estaban bien mientras vivieran en el campo, pero en las ciudades eran un espectáculo desdoroso -y hasta inmoral para su pacatería- dentro del imaginario social que circulaba por el sector oligárquico agropecuario; el cual contaminaba al resto de los pobladores de las ciudades -clase media ¿o mediocre?- que vicariamente se identificaban con aquéllos, como si esto les sirviera para disfrutar de las riquezas de los otros. En realidad, a los estancieros más que molestarles la presencia de los campesinos en las ciudades, lo que les indignaba era la ausencia de ellos haciendo sus tareas rurales. Es decir, se trataba de una mera racionalización, a través de expresiones desdeñosas, del temor surgido ante el despoblamiento de la ruralia («su» ruralia) y la consecuente pérdida de mano de obra barata en sus explotaciones campestres. El problema no era de tipo «racial», sino que se trataba de la lucha de la oligarquía por recuperar aquello que consideraba de su propiedad.
Actualmente, han surgido algunos grupúsculos nazis -que bien se ocultan de reconocerlo- pero que arremeten con sus armas dogmáticas contra los inmigrantes de países vecinos y de la Europa central y oriental, como asimismo sobre los del extremo oriente. Se ha calculado -según dato no confiable, ya que su fuente es xenófoba- que en Argentina habitan unos 300 mil bolivianos, otros tantos uruguayos, 600 mil chilenos, 400 mil paraguayos y unos 40 mil asiáticos. Para fines de 1989, cuando se vivía en medio de la hiperinflación y una recesión económica mayúscula, el Ministro del Interior menemista dijo que «La situación es grave. Vamos a tener que expulsarlos«; por aquel momento se calcula que la inmigración habitante en el país era de cerca de la mitad de la estimación ofrecida anteriormente. Es decir, si tan preocupante era hace 10 años, ahora tendría que serlo aún más, aunque aún no se explica cual es la razón de la preocupación. En aquél momento los inmigrantes fueron usados como chivos expiatorios que servían para justificar la ineptitud del gobierno para sacar al país de la crisis que parecía terminal y, en consecuencia, lo mejor era echarles la culpa a los «invasores», a los cuales, la «gente» común ya los definía con ese calificativo peyorativo para aludirlos.
Los «chivos expiatorios» aparecen en un colectivo a partir de identificar individuos miembros que han sido culpabilizados de un crimen -generalmente de los morbosos- por tener el mismo origen nacional, «racial», político o cultural del agresor real o presunto, cuya víctima fue algún miembro de la mayoría poblacional. Este ha sido el caso de lo ocurrido en El Ejido, España, al inicio del tercer milenio. Tales estrategias ubican, a nivel emocional de las mayorías, a los miembros de las minorías en el papel que deben cumplir en la comunidad: trabajar mucho y cobrar poco, no protestar y pretender no lucir los mismos atributos simbólicos de la mayoría vernácula, ya que esto a más de estéticamente no corresponder con las pautas establecidas por «el buen gusto», termina por ser percibido como un agravio a la cultura nacional.
Es interesante ver, según los datos no confiables que presentara acerca de la presencia de extranjeros en Argentina, que la suma de ellos sería algo superior al 12% de la población total; lo que no se condice con los registros de extranjeros integrados al sistema escolar y que representan -cifra oficial- sólo el 1,2% de la población. Tal estimación no es descabellada, ya que la mayor parte de los inmigrantes vienen con sus familias y deben integrar a sus hijos al sistema escolar. Es interesante notar que si la cifra arrojada por la agrupación xenófoba -que no tiene nombre, pero dispone de un pasquín dónde publican esos datos- fuese cierta, entonces resulta que los inmigrantes son más respetuosos de la legislación vigente que los nativos. Pruebas al canto: si los extranjeros son el 12% del total y reciben el 2% de las condenas en los tribunales ergo, los nativos somos seis veces más bárbaros que aquellos a los que se acusa de barbarie. Al dato anterior hay que agregarle algo que lo hace más espeluznante; aproximadamente uno de cada seis detenidos y sometidos a proceso judicial son inmigrantes de países vecinos … pero solamente el 10% de ellos son condenados. Con lo cual es fácil concluir que fueron detenidos por «portación de cara», por extranjería, lo que de por sí los convierten en sospechosos, lo cual es un ex-abrupto.
Aquí entra el tema del clasismo (Rodriguez Kauth, 1996). En realidad, esos inmigrantes fueron detenidos por estar mal vestidos, por reunirse en bares de la colectividad a comer alimentos exóticos -cebiche, por ejemplo- y algunos hasta se emborrachaban; todo eso es suficiente para que la policía los detenga y traslade a un juzgado para su procesamiento. No fueron detenidos por ser sospechosos de algún delito en particular, sino debido a su porte extraño, poco común entre las clases medias argentinas. Muchos de ellos ingresaron ilegalmente, pero eso no merece condena de la ley penal nacional, solo da lugar a una reconvención para que realicen el trámite en cuestión; trámite al cual la mayoría no lo puede realizar ya que es muy costoso para sus endebles economías. Una situación semejante de asimetría policial ocurre con los nativos pobres, son detenidos por eso, por ser pobres y aparecer como tales, aunque si tienen un lugar de residencia entonces, luego de la consabida «averiguación de antecedentes», son dejados en libertad y no engrosan los listados de procesados en el ámbito judicial.
Las instituciones que detentan el poder político pretenden, con tales medidas policiales de persecución, es la domesticación de los «diferentes». No se pretende que sean iguales a «nosotros», los que somos buenos ejemplares de la clase media -de la mediocridad (Ingenieros, 1913)-, ya que así no tendríamos como distinguirnos de ellos. Lo que se busca es que los pobres, los que portan cara de algo que aparezca sucio o desagradable, se domestiquen, no se rebelen a las órdenes de los uniformados, ya que así van a aprender el sentido de la obediencia a los patronos. A los marginados, extranjeros o nativos, hay que domesticarlos, humillarlos (Sade, 1795), aunque sea a palos o con algún muerto caído en un desigual enfrentamiento con las «fuerzas del orden». Domesticar es sinónimo de domar, como lo significa el sentido de coerción y represión que implica el vocablo. Pero más que domesticar, en todo caso, lo que sería interesante es apuntar a crear lazos que unan a las poblaciones -sin que las obligue a renunciar a sus pertenencias culturales- y no que esos lazos sirvan para colgárselos en el cuello a alguien. La uniformación cultural no enriquece, más bien empobrece a todos; es una suerte de juego infame en el que todos pierden.
La agitación de consignas que llegan a la «gente», como es la reiteración acerca de la desocupación, pueden resultar peligrosas en el futuro para la sana convivencia. La falsa dicotomía racial de «ellos» versus «nosotros» que en un principio aparece como un disparate producto de delirios nacionalistas o xenófobos, hacen temer que en poco tiempo esa chispa -hoy inocua- pueda encenderse y volverse incontrolable para los amantes de la paz (Fetscher, 1991). Como ejemplo de sucesos de efectos perniciosos para la salud política, véase lo que ha ocurrido en la «Nueva» Austria, inventada recientemente por el racista J. Heider.
Retornando al espacio de la comunidad europea -ya que citamos Austria- y de la original situación política que se vive en el «paraíso alpino», el que compromete la vigencia de las instituciones democráticas y, sobre todo, la convivencia entre locales y foráneos, entonces es de resaltar que la presencia de los nacionalistas xenófobos en el gobierno austríaco ha provocado el surgimiento de otro episodio que alienta la aparición de expresiones peligrosas para el futuro inmediato de ésa comunidad.
Aquí, nada mejor que repetir a Max Weber (1973) cuando afirmó que: «El destino de una época de cultura que ha comido del árbol de la ciencia, consiste en tener que saber que podemos hallar el sentido del acaecer del mundo, no a partir del resultado de una investigación, por acabada que sea, sino siendo capaces de crearlo; que las cosmovisiones jamas pueden ser producto de un avance en el saber empírico, y que, por lo tanto los ideales supremos que nos mueven con la máxima fuerza se abren camino, en todas las épocas, solo en la lucha con otros ideales, los cuales son tan sagrados para otras personas como para nosotros los nuestros«. Estas palabras hacen comprender el sentido de la convivencia, que nace del respeto mutuo, respetando y haciendo respetar los derechos de cada uno de nosotros y de los pueblos.
En los países de la C. E. se ha logrado la integración de los documentos nacionales y, lo más notable, el uso de una moneda común, el euro, que en poco tiempo más terminará -dicen, aunque tengo mis dudas- con el uso de las monedas nacionales, para facilitar el comercio entre los países miembros. Pero no nos llamemos a engaño, ésa medida rompe con la percepción de los pueblos acerca de la soberanía, ya que un pueblo que no dispone de la devaluación de su moneda en términos de sus intereses coyunturales -cuando aumenta el paro laboral- es un país sin soberanía política y económica (Rodriguez Kauth, 1998). Esto se percibe como un atentado a la cultura y la tradición nacional, cosa por la cual varios países no se han integrado a la moneda única y, en algunos de los que lo han hecho, surgieron síntomas de repudio por la adopción de la medida. Debe convenirse que los símbolos patrios -himno, bandera etc.- no son más que eso: símbolos. Con ellos se intenta mantener viva la cohesión de algo tan abstracto y difícil de definir como es el ser nacional. En ese listado incluye Vidal Rucabado (1998) a la potestad de imprimir moneda. Tal potestad genera la posibilidad de transar bienes con el exterior y, además, la facilidad de devaluarlo o revaluarlo según funcione la economía interior, a la par que no perder de vista las demandas y las necesidades de atención social que reclamen las comunidades y sectores sociales de cada Estado particular. Esa es la forma de mantener la proclamada soberanía nacional y social de un Estado/Nación que pretende ser soberano.
Frente a la integración de los Estados de la C. E., se yergue la escenografía de falta de integración cultural y social con los extraños. Esto pasa en la era de las comunicaciones ¿cuál fue la respuesta dada por los partidos tradicionales europeos a las demandas de políticas correctivas ante la falta de empleo o a la integración de los nacionales con los inmigrantes?. Ninguna, solamente continuar con la corrupción (Oblitas y Rodriguez Kauth, 1999) que unen a los dirigentes de diversas zonas, hecho que produce en amplios sectores de la población desencanto por el estilo de vida democrático, lo que se presenta como pasto para las llamas que se expresan en los discursos demagógicos que necesitan de esos corruptos para legitimarse como impolutos, los buenos que salvarán al pueblo de las perversos malos. Este fenómeno no es exclusivo de Europa, también corrompe las entrañas políticas de América latina, dónde la insolidaridad y el individualismo se han levantado como reinas, con lo cual florecen los testimonios políticos populistas, al estilo cesarista de los Menem, Fujimori, Chávez, etc.
Al desaparecer el comunismo real como peligro para la seguridad occidental ha provocado -entre otras- la aparición de un fenómeno perverso: la caída de las ideas (Rodriguez Kauth, 2000); pareciera que nos enterramos en una crisis de valores e ideologías que afectan al Occidente desarrollado y al subdesarrollado, como así también al Centro y al Oeste europeo que no encuentran en las nuevas realidades que viven un sustento ideológico que justifique la riqueza que en poco tiempo han amasado los menos. Es decir, se cambió el collar, pero el perro es el mismo; lo que aparejó el consecuente empobrecimiento generalizado del resto de la población. No solo la intelectualidad ha quedado sin banderas utópicas que levantar en occidente, también ocurrió lo mismo en el resto del mundo. El refugio de las personas en las ideas ha sido involutivo: se marcha hacia la práctica de religiones -animistas o tradicionales- las que fueran definidas por Marx y Engels como «el opio de los pueblos». Esto no se debe a una casual emergencia de fervor religioso; entre tanto negocio de drogas, el opio usado por los británicos para conquistar la China imperial, hoy se vende en el mercado a través de inciensos, literatura esotérica, imágenes religiosas paganas como «legítimas», velas y relicarios; todo ese material se expone y vende junto con pócimas sexuales y talismanes útiles para atraer a quien se pretende, como también a la fortuna, siempre esquiva a quienes viven de su trabajo (17). Pero hablar de ideas, ni pensarlo; ellas fueron opificadas con las estrategias usadas por los aparatos ideológicos del Estado (Gramsci, op. cit.). Es que la cultura avanza por la oposición de pares dialécticos contradictorios; pareciera que hoy las ideas quedaron olvidadas en el arcón de los recuerdos, pero están ahí latentes para surgir en cualquier momento; no se puede dudar que hay que gente que piensa y, lo mejor, es que aún tienen la mala costumbre de pensar «feo», como no aconsejan y, hasta sancionan los moldes con que se pretende imponer al pensamiento universal, la hegemonía de un pensamiento único (Estefanía, 1997).
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Para finalizar, es preciso comprender la figura de los «chivos expiatorios» y no puede dejar de aludirse al mecanismo defensivo del «desplazamiento». Según la explicación del prejuicio a partir de la inmolación de los «chivos», las víctimas son atacadas por que se presentan como presas fáciles y seguras para el agresor, ya que cuentan con poca capacidad de defensa propia y de quienes debieran protegerlas, a fin de descargar la hostilidad que se ha acumulado en los agresores. Normalmente, en estas conductas agresivas, como son las xenófobas o las prejuiciosas, el victimario necesita -como síntoma de su cobardía- la seguridad del amparo en la impunidad del ataque agresivo.
No solo la impunidad debe estar presente en la ideación del agresor. También los sectores minoritarios, los que son las víctimas propiciatorias de la hostilidad desplazada, cargan con sus «culpas», como. por ejemplo, negros, musulmanes y judíos. Ellos suscitan respuestas de agresión de individuos previamente frustrados como consecuencia de un sentimiento de aversión hacia esos colectivos. Generalmente, tal aversión es efecto de la (des)ideologización que los demonizó, ésa es su única «culpa» y es excepcional que la aversión sea producto de experiencias que sean fuente de frustración directa para el agresor. Se pueden contabilizar al menos dos hechos que son evidentes: a) que no todas las personas son propensas a comportamientos agresivos y b) no todas los minorías despiertan respuestas hostiles o estimulan a quienes están predispuestos a la agresión.
Que algo o alguien suscite sentimientos de odio no lleva necesariamente a desencadenar una agresión. Para ello es preciso la presencia de estímulos asociados con lo que instigó tal estado emocional. Los mismos pueden alojarse tanto en lo circundante, como en las fantasías. Quien planea tomar desquite por un daño sufrido instala al sujeto/objeto responsable de la frustración de manera simbólica en los pensamientos y sentimientos, dónde estos se hayan mezclados. Esa representación simbólica se convertirá en el estímulo originario de una respuesta agresiva, la que no necesita exteriorizarse. La imposibilidad de revancha puede ser la fuente de una nueva frustración. De modo qué, popularmente, se conoce el papel «purificador» que juega la expresión de las emociones. Lacan diría que es preciso ponerle palabras a los sentimientos. Esta operación, la catarsis, significa poner afuera -con palabras- lo que molesta adentro. Pero si esto fuera tan simple, cuando se vive inmerso en medio de los insultos más escatológicos imaginables, no tendría por qué haber agresiones físicas y, pese a todas las palabras, aquellas siembran el terror en quienes son objeto de la agresión.
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Hechas estas acotaciones marginales, pero necesarias para comprender la xenofobia (Rodriguez Kauth, 2000b) y el odio hacia los «otros», respecto a las condiciones concomitantes que están en la base de las conductas y reacciones agresivas contra los extraños, los otros, es prudente finalizar retomando el discurso político e ideológico que está en la base de la búsqueda de víctimas propiciatorias que sirvan para calmar la sed de aventuras y los delirios megalómanos de poderío que anidan en las personalidades autoritarias (Adorno, 1950).
Es sabido que cuando las culturas entran en la desideologización política, entonces se abandonan las utopías que, aunque no sirvan mucho, al menos -en el decir poético- de E. Galeano, sirven para caminar en alguna dirección, sin necesidad de caminar como sonámbulos ni hacerlo en círculos, del modo en que lo hacen los enfermos psiquiátricos. Si el futuro no existe en el imaginario, lo más sencillo es recurrir al pasado, a leyendas y mitologías que rescatan héroes -la mayoría de cartón- y, ahí, los proyectos políticos e ideológicos progresistas no tienen espacio. Es la oportunidad aprovechable para el resurgimiento de los totalitarismos de cualquier orientación -derechas, izquierdas o «centros», los que se mimetizados de tales aunque sean de derechas- que aseguran el resurgir de un nuevo mundo limpio, casi paradisíaco, y lo hacen tanto con sus pobres expresiones ideológicas, como con testimonios estéticos y morales que suelen ser igualmente pobres en contenido, aunque en lo formal, la moral está por arriba de todo. Esto es un decir, en realidad, la moral de ellos es la única valiosa, no la de los otros, cuyos principios morales no son respetables como tales.
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(*) Profesor de Psicología Social y Director del Proyecto de Investigación «Psicología Política», en la Facultad de Ciencias Humanas de la Universidad Nacional de San Luis, Argentina.
(1) Y digo bien, la Alemania de Hitler y de los nazis, ya que el dictador llegó a la cúspide del poder acompañado por una inmensa mayoría de votantes que le dieron su apoyo (Reich, 1933; Goldhagen, 1997).
(2) Esto podría ser leído como una ironía bíblica, o como una mala pasada que les jugó la Biblia a los judíos.
(3) La cual se inició trás duras represiones contra sectores del proletariado, en noviembre de 1918.
(4) Triunfó en las elecciones de 1946 por una mínima diferencia sobre la fórmula presidencial de la Unión Cívica Radical, a la que se había aliado la mayoría de la oposición argentina, entre ellos socialistas, conservadores y comunistas que paseaban por las calles porteñas tomados del brazo como si fueran íntimos amigos.
(5) Perón fue Agregado Militar en Roma, durante 1939. Aprovechó esa estancia para visitar fortificaciones alemanas e hizo buenas y perdurables amistades con oficiales germanos (Goñi, 1998).
(6) La mayor parte de ellos ocurridos durante el menemismo y no deben ser leídos como una manifestación xenófoba, sino como el resultado de diferendos internos entre miembros de la Policía bonaerense que apuntaba su artillería, por elevación, contra el gobierno provincial y dirimían sus políticas en otro ámbito. Para el caso, aprovecharon el antisemitismo que embarga a las fuerzas de seguridad, para «matar dos pájaros de un tiro».
(7) Salvo durante los gobiernos nazis en los que muchos judíos fueron perseguidos por el sólo hecho de ser tales.
(8) Actualmente está procesado en el fuero penal, por sospecha de desviar dineros de la Mutual en dirección al Banco Patricios.
(9) Malamed hace notar que así se lograron unos doce millones de dólares para la Fundación Memoria del Holocausto.
(10) Lo han expresado alumnos, tanto en la Universidad como en un Comité de la Unión Cívica Radical.
(11) Médico alemán que experimentó métodos eutanásicos y de «mejoramiento» genético en condenados judíos a las cámaras de gases.
(12) Quien en Croacia dirigiera a los nazis locales y aplicara la política de exterminio contra serbios, judíos, gitanos y disidentes.
(13) Al respecto no hay más que recordar los episodios ocurridos durante los últimos diez años en los balcanes.
(14) El 23 de abril de 1999, la OTAN festejó su cincuentenario con fanfarrias y exhibiciones militares, al mejor estilo nazi, con la presencia de los 19 dignatarios de cada país de la Organización. Simultáneamente, se cumplían 30 días del atronar mortífero de misiles que caían sobre Belgrado, el territorio Serbio y buena parte del de Kosovo de mayoría musulmana, al que pretendían proteger. Este episodio militar tiene mucho de irónico, no como tropos lingüístico, sino como reflejo de hechos sociales que marchan a contrapelo de lo esperado para la finisecularidad. Fin de siglo para el que se anunció que sería de paz, ya que se terminó la Guerra Fría y quedaba un único gendarme que podía controlar estos episodios con sus clásicas maniobras diplomáticas… y guerras de baja intensidad.
(15) Pareciera que los arios no tenemos esas costumbres sexuales.
(16) Estudios demográficos comparativos muestran que esto sucedía en todo el mundo.
(17) Para esto bien valen los sucedáneos oficiales, como los juegos de azar que prometen salir de la miseria con mucha suerte.