Javier Escalera
Universidad de Sevilla
Desde mi punto de vista, tomando los planteamientos de Weber y de Foucault, en versión libre aumentada y corregida, el poder –término que habría más apropiadamente que sustituir por la expresión «las relaciones de poder»– entendido como la capacidad de unos individuos o grupos para influir, determinar, condicionar u obligar el comportamiento y el pensamiento de otros individuos o grupos, es el resultado de la acción social, hasta el punto de que una colectividad humana sin relaciones de poder sólo sería viable en el caso imposible de que en dicha colectividad no se diese la dinámica de interacción que implica y es consecuencia de la acción de los individuos que la integran. El poder, por lo tanto, no es un fenómeno externo, impuesto, corruptor de una pretendida naturaleza humana o fuerza coercitiva necesaria para el mantenimiento de la vida en sociedad, tal como explícita o implícitamente se le ha presentado o considerado con frecuencia, al menos desde Hobbes. Considero que el poder, las relaciones de poder, son consustanciales a la vida social humana a todos los niveles, desde las relaciones de pareja, pasando por las que se dan entre los miembros de una familia, hasta las que se establecen entre estados, del mismo modo, utilizando una analogía demasiado burda quizás, que la fuerza de la gravedad es consustancial al movimiento de los cuerpos celestes. Las relaciones de poder vienen determinadas primariamente por la existencia objetiva de diversidad entre los individuos (aptitudes, capacidades, características físicas, situación en los ecosistemas,…) definidas siempre culturalmente como diferencias entre los individuos y los grupos, las cuales, en el transcurso de la acción social, son consecuencia del establecimiento de relaciones de poder y de la configuración de desigualdades entre dichos individuos o grupos; pero sólo cuando las fuentes de poder y los instrumentos para su ejercicio son monopolizadas por unos individuos o grupos con respecto a los demás, el poder se convierte en dominación, del mismo modo que la apropiación de los medios de producción de unos sobre otros dar lugar a la explotación.
Llegados a este extremo deberemos distinguir, sólo con una finalidad analítica, tantos tipos de poder como fuentes o recursos considerados esenciales por una determinada sociedad sobre los que su control establece desigualdades entre los individuos y grupos. Así tendremos un poder económico, un poder sexual, un poder generacional, un poder simbólico, y un poder político, que podríamos definir como la capacidad de un individuo o grupo de influir, condicionar, determinar u obligar a otros en el desarrollo de aquellas actividades y acciones que tienen un carácter público, es decir que suponen la participación o la implicación de la colectividad en su conjunto o de sectores significativos de ella, más allá de la esfera propiamente individual o familiar que podríamos denominar «privada», si inmediatamente matizamos que la extensión de la misma varía según el tipo de sociedad, llegando en algunos a fundirse prácticamente con la esfera de «lo público’, de «lo político».
Ningún tipo de poder es autónomo e independiente de los demás, todos ellos no son sino dimensiones o aspectos del sistema de relaciones de poder existente y actuante en una determinada formación social, interpenetrándose, reforzándose, confrontándose en formas y procesos distintos según las características de cada sociedad. Cuando nos centramos en el estudio del poder político, lo hacemos conscientes de que las formas, manifestaciones y mecanismos del mismo no pueden ser separadas de las demás relaciones de poder, y que esa opción responde a una estrategia metodológica para abordar el análisis del verdadero objeto de estudio, el poder.
Utilizamos la noción de cultura política, no en el sentido con que ha sido y es empleada por la Politología, haciendo referencia con ella casi exclusivamente a los aspectos formales, legales e institucionales de la práctica y el discurso políticos, sino como un término amplio que nos permite referirnos a «lo político» y a «la política» de manera global, no como un campo autónomo de la realidad social, sino como una dimensión inseparable y profundamente penetrada de y en todos los demás ámbitos y contextos de la acción social y de los sistemas socioculturales.
Se trata por lo tanto de una noción que, teniendo como referente fundamental las relaciones de poder sustentadas sobre una estructura socio-económica concreta (sistema económico, organización social…), se integra al mismo tiempo las representaciones que los protagonistas hacen de las mismas, las expresiones, contextos y cauces en los que se dan esas relaciones de poder, y los cauces y formas de participación y acción socio-política de los actores sociales en una sociedad concreta.
Esto es, «lo político» alude antes a un tipo de relación interpersonal o intergrupal, que a un espacio social determinado en el que ésta se lleve a cabo. Con ello huimos de la tentación reificadora de «lo político» para entenderlo como una acción que se realiza dentro del continuum que supone la interacción social. Por tanto «lo político», la acción política, se extiende por el conjunto de la vida social como forma específica de relación y comunicación que, teniendo como elemento central el poder en su dimensión pública, que penetra en los ámbitos doméstico, laboral, asociativo, conectándose, alimentándose, sustentándose y ampliándose con y sobre las demás dimensiones del poder (económico, social, ideológico) y que incluye, lógicamente, las instituciones centrales del sistema político institucional. La acción política, el poder político, tienen como base las relaciones de poder en sentido amplio, consecuencia de las desigualdades sociales con múltiples vertientes y variantes (control de los medios de producción, sexo, edad, prestigio, conocimiento, capital simbólico).
Así las características socio-culturales de cada colectividad condicionan la conformación y el desarrollo de los procesos de la acción socio-política que se desarrolla en su seno. En principio por la configuración que en ella presenten las relaciones de poder, sus fuentes e instrumentos, pero también por las formas del ejercicio, representación y expresión del mismo, así como por la lectura e interiorización (como forma de socialización política) que los individuos hacen de él. De este modo cada cultura presenta una dimensión política particular en el sentido que aquí referimos.
Esta noción de «cultura política» implica de manera paralela y complementaria elementos, factores, acciones, situaciones y contextos como la configuración y actuación de la élite política, el sistema asociativo, las redes de relaciones interpersonales, el ejercicio del voto, la participación en movilizaciones, reivindicaciones, elecciones, organizaciones, el discurso político (entendido tal como después será definido)…, aspectos, entre otros, que son manifestaciones de «lo político» entendido tal como aquí lo proponemos.
El campo teórico de las identidades colectivas y toda la problemática que lo rodea, constituirá una referencia fundamental dentro del marco general de nuestro proyecto de investigación. Las identidades, como construcciones sociales, juegan un papel central en el desarrollo de los procesos socioculturales, con respecto a las cuales entendemos que el campo de lo político se revela como elemento fundamental, en una doble relación que hace a lo identitario un capital político de primera magnitud, y a lo político un campo esencial para la comprensión del desarrollo y cristalización de identidades e identificaciones.
Debemos reconocer principalmente a Georg Simmel el señalamiento de un ámbito de la acción social esencial en las sociedades urbanas modernas, o de clases capitalistas, en las que el debilitamiento y la disolución de los grupos corporativos y de parentesco, por una parte, y la burocratización de las instituciones y organizaciones del estado, por otra, deja un amplio espacio para el desarrollo de la interacción social generalizada, que es la que se ha venido considerando como el campo de la sociabilidad.
No obstante, la concepción de Simmel, de gran influencia en el desarrollo posterior de la Sociología sobre el tema, tiene un carácter esquematizador que ha condicionado notablemente el estudio de la sociabilidad por parte de las ciencias sociales. Junto a los conceptos de voluntad natural y voluntad racional formulados por Tönnies, han determinado la tendencia a considerar a la sociabilidad como la expresión de una supuesta tendencia natural del individuo humano a relacionarse con otros, a satisfacer una necesidad innata de expresar su afectividad, sus emociones, junto a otros, por encima de intereses económicos, profesionales, de prestigio, de poder, objetivos instrumentales que serían la finalidad de las instituciones y organizaciones «fundamentales» de la sociedad: familias, grupos de parentesco, departamentos administrativos, empresas, sindicatos, partidos, iglesias.
Se trata, por lo tanto, de una concepción de carácter psicologista e individualista que implica una consideración abstracta del universo social y de los comportamientos humanos, imposibilitando, de ese modo, un análisis auténticamente científico de la significación y las funciones socioculturales de las expresiones de sociabilidad, al no definirse el ámbito y contenido de la misma, como pone de manifiesto Michel Bozon.
En relación con dicha concepción, los estudios antropológicos sobre el campo de la sociabilidad, escasamente abordado por lo demás, se han visto circunscritos principalmente a los tiempos, lugares, actividades e instituciones que tienen como rasgo común la puesta en contacto de los individuos, con lo que su explicación se mantiene en la presunción de la existencia de un «homo sociabilis» universal. Las manifestaciones de sociabilidad no son consideradas como hechos sociales, sino como emanaciones diversas y espontáneas de esa necesidad humana instintiva universal, que afectaría por igual a todos los individuos, independientemente del sector y clase social, sexo, grupo de edad a que pertenezcan, y que se expresaría en la frecuentación de bares y cafés, en el gusto por las fiestas, en la participación en las asociaciones, en la práctica de los deportes.
Se hace precisa la delimitación del ámbito de la sociabilidad y el establecimiento de postulados teóricos explicativos sobre la misma que respondan a su naturaleza como aspecto de la realidad sociocultural.
Con respecto a la primera de las cuestiones, Maurice Agulhon define el campo de la sociabilidad como el que integra las relaciones interindividuales que se desarrollan en el seno de los grupos intermedios (de las sociedades urbanas), aquéllos que se insertan entre la intimidad del núcleo familiar y el nivel más abstracto de las instituciones políticas (estatales)… y que no tienen una finalidad o interés expreso de carácter económico o político (AGULHON, 1981). Espacio que se verá progresivamente ensanchado conforme las «formas de vida tradicionales» vayan siendo transformadas y desarticuladas por la expansión de la «modernización» y la urbanización, con el consiguiente debilitamiento o disolución de los grupos corporativos basados en el parentesco, el trabajo o la religión que, junto a otros contextos no corporativos, como los grupos de trabajo, los rituales de las crisis vitales, los momentos festivo‑ceremoniales, etc., proporcionaban marcos suficientes para que, subsidiariamente a los fines y funciones principales de los mismos, se pudiera expresar la sociabilidad generalizada entre los individuos con anterioridad al desarrollo de los citados procesos de transición capitalista.
Espacio que en las sociedades urbanas modernas será cubierto de modo formal sólo en parte, de lo que sería manifestación concreta el asociacionismo, forma de agrupamiento más característica de la organización social de dichas sociedades, pero que en su mayor parte presenta un desarrollo informal, no organizado en agrupamientos definidos, lo que no quiere decir que no existan grupos con un cierto e incluso notable grado de estabilidad y permanencia, como los denominados cuasi‑grupos, sistemas interactivos o no‑grupos estudiados por Mayer, Vincent o Boissevain entre otros (BOISSEVAIN, 1968; VINCENT, 1978; MAYER, 1980) del tipo de las cliques, camarillas, facciones, clientelas, pero siempre de carácter más o menos difuso, no explícito y, al menos en apariencia, espontáneo.
No obstante, es preciso tener en cuenta que la oposición dicotómica entre sociabilidad formal e informal se revela en la práctica demasiado forzada, no existiendo en realidad un corte cualitativo que marque una frontera definida entre ambas, y no presentando diferencias sustanciales en cuanto a las funciones socioculturales desempeñadas por las mismas. Una y otra constituyen, por el contrario, los extremos de un continuo en permanente flujo entre los polos teóricos de mayor o menor grado de formalización/informalidad, como apunta Josepa Cucó (CUCO, 1991). Desde mi punto de vista, las expresiones de sociabilidad forman un único sistema que integra todas las formas de interacción social, desde las que se desarrollan en el seno de organizaciones o grupos corporativos existentes previamente a los individuos que los integran, que tienen funciones y objetivos específicos de tipo económico, administrativo, político, religioso, etc., y cuyos miembros ven, por ello, fuertemente condicionadas el tipo de relaciones que mantienen entre ellos, que vendrían a constituir lo que denominaremos expresiones de sociabilidad institucionalizada; hasta aquellas otras expresiones de sociabilidad, a las que denominaremos no institucionalizada, que se desarrollan aparentemente de manera voluntaria y autónoma por parte de los individuos, dando lugar a grupos que, ya formalizados en asociaciones o sin presentar estructura formalizada, vendrían determinados por la necesidad de encontrar contextos de expansión, recreo, actividades de interés común, etc., alejadas en cualquier caso de los objetivos y funciones fundamentales tendentes a la producción y reproducción social, que corresponderían a las de la primera categoría.
Además, considero que, independientemente del grado de institucionalización o formalización, las expresiones que dimanan de la sociabilidad, los citados contactos y relaciones interindividuales, no son nunca «amorfas», sino que responden siempre a una estructura que, incluso bajo la apariencia de espontaneidad, las condiciona y determina. Cuestión fundamental a tener en cuenta si se pretende un verdadero análisis científico de las mismas que no caiga en el psicologismo. Sobre la base de la estructura de clases sociales siempre existentes en las sociedades capitalistas, que es la determinante fundamental de la configuración de dichos contactos y relaciones (horizontales y verticales) entre los individuos, la expresión de la sociabilidad da lugar a redes de vínculos interpersonales, sólo en parte cristalizados en grupos u organizaciones formales, las cuales, en todo caso, son siempre producto de y/o contribuyen al desarrollo y expansión de dichas redes sociales.
Por otra parte, las expresiones de sociabilidad no institucionalizada, que tiene en nuestras sociedades su ámbito de expresión más claro en el tiempo de no‑trabajo, se manifiesta también en el interior de las organizaciones institucionalizados con finalidades específicas (familias, parentelas, departamentos y agencias de las administraciones del estado, empresas, sociedades económicas, cooperativas, sindicatos, partidos, iglesias), en cuyo seno se desarrollan redes y cuasi‑grupos, en muchos casos relacionados más o menos directamente con los objetivos de dichos agrupamientos u organizaciones, pero que en un elevado número de ocasiones también pueden rebasar en su actuación sus límites y objetivos, orientándola hacia otros contextos e instancias para fines diversos (económicos, políticos, expresivos, etc.).
Con todo, aunque he afirmado que el ámbito de expresión más claro de la sociabilidad es el tiempo de ocio, debe tenerse en cuenta la muy extendida concepción de éste como de importancia social secundaria, al margen de las actividades explícitamente relacionadas con la producción y el poder, cuya función principal no sería otra que la de permitir la recuperación física y psíquica de los agentes sociales, económicos y políticos, necesaria para la continuidad de los procesos «realmente» importantes de la vida social. Mucho más allá de esa interpretación reduccionista considero con Joffre Dumazedier que el ocio es el tiempo no directamente productivo que puede ser empleado para el desarrollo de las redes de relaciones sociales de los individuos e, indirectamente, como tiempo para el acceso y acumulación de prestigio, liderazgo y poder, constituyendo por ello una importante fuente de status sociopolítico (DUMAZEDIER, 1971). El tiempo libre cumple una función social genérica como contexto que propicia el contacto social, el establecimiento y desarrollo de relaciones interpersonales primarias de naturaleza informal, al mismo tiempo que proporciona instancias concretas para la extensión de esas redes de relaciones. Desde este punto de vista, el tiempo de ocio aparece como un valor potencial susceptible de ser capitalizado por los individuos en sus estrategias con respecto a la competición por el prestigio y la influencia, en definitiva por el poder social y político.
De ahí la importancia que concedo al análisis de los contextos, manifestaciones y formas de la sociabilidad de carácter recreativo‑cultural o festivo, que tienen como objeto expreso la ocupación del ocio y del tiempo libre, u otros de carácter no expresamente productivo o político.
En consecuencia con todo lo expresado con anterioridad, y desde el momento en que considero que las conductas sociables son fenómenos sociales, no innatos ni de naturaleza exclusivamente psicológica, y que las expresiones de la sociabilidad forman sistema, hallándose absolutamente sustentadas sobre el conjunto de las estructuras socioculturales que conforman una determinada sociedad, no constituyendo un campo aparte, desligado de los intereses y procesos económicos y políticos, pienso con Michel Bozon que el análisis de dichos fenómenos y manifestaciones de sociabilidad (formales e informales) puede proporcionarnos un punto de vista estratégico muy útil para abordar el conocimiento profundo de las estructuras y procesos de la vida social (BOZON, 1984).
Concibo las expresiones de sociabilidad como el contexto en el que se desarrollan las redes y sistemas de relaciones socio‑políticas de una determinada sociedad, como un capítulo fundamental de las relaciones sociales en nuestras sociedades, en palabras de Bozon, que más que un campo social distinto, constituye un ámbito globalizante que abarca y en el que se ven implicados la totalidad de los fenómenos, sistemas y procesos de la vida de una colectividad.
En este sentido, por ejemplo, es muy significativa la relación de las redes de sociabilidad con determinados procesos y prácticas pertenecientes al campo que se ha dado en denominar de la economía informal, sumergida o difusa.
De manera particular, considero a las expresiones de sociabilidad como el terreno de juego en el que se produce la circulación y apropiación de «capital social y político» (prestigio, liderazgo, influencia, alianzas) a través del despliegue de las estrategias que los individuos y grupos desarrollan con dicho fin.
Como consecuencia de la importancia de las funciones socioculturales desempeñadas por las expresiones de sociabilidad y de sus profundas y complejas implicaciones con el conjunto de los sistemas socioculturales de una determinada sociedad, esas expresiones se nos aparecen como aspectos fundamentales en la definición de la personalidad de dicha sociedad, actuando como marcadores de su especificidad como tal.
Pero la significación de las manifestaciones de sociabilidad como elementos de identificación colectiva, ya sea a nivel étnico, ya local, no impide que dentro de cada sociedad puedan distinguirse diversos modelos de sociabilidad, concretados en expresiones específicas, correspondientes a los diferentes grupos, sectores o clases sociales, que con referencia y/o en oposición a los modelos de los demás, actúan como elementos muy importantes en el establecimiento y reproducción de los procesos de identificación particulares de cada uno de esos grupos, sectores o clases, generándose entre ellos una dialéctica que refleja la existente entre los colectivos a los que representan y en función de la naturaleza, composición e intereses específicos de cada uno, enfrentándose, «contaminándose» o coexistiendo según las épocas, los lugares y los contextos socioculturales específicos. El análisis, en cada caso, de los contactos entre los diferentes modelos de sociabilidad existentes en una sociedad dada, de la dinámica de convivencia, oposición y/o sustitución entre ellos, tanto desde una perspectiva diacrónica, como sincrónica, se convierte en un medio privilegiado para el conocimiento de la realidad sociocultural de dicha sociedad.
Las características y complejas implicaciones de los fenómenos de sociabilidad, convierte a éstos en un objeto de estudio para el que la Antropología ofrece, desde mi punto de vista, grandes posibilidades de análisis. El bagaje conceptual, teórico‑metodológico y técnico desarrollado por la disciplina, le permiten de manera efectiva y productiva la profundización en el conocimiento de un objeto en gran parte informal y difuso, con numerosas y profundas conexiones con otros aspectos de la realidad social, así mismo no inmediatamente evidentes, y con estrechas relaciones con las formas y modelos de identificación a través de los que se produce la definición y reproducción de los colectivos, y ello mejor de lo que pueda lograrse a través de perspectivas y metodologías de análisis puramente cuantitativos u organizacionales, como los empleados por otras disciplinas.
En las sociedades urbanas capitalistas, las expresiones formalizadas de sociabilidad no institucional se concreta esencialmente en el denominado asociacionismo, que en ellas proporciona uno de los marcos principales para la expresión de la sociabilidad generalizada, desarticulados los grupos corporativos y de parentesco característicos de las sociedades precapitalistas, en las que, aunque no faltan formas de agrupamiento que puedan tener cierta similitud aparente con las asociaciones voluntarias (las “sodalities”, como las denominó Lowie), son esencialmente distintas en sus funciones y significaciones dentro de la organización de dichas sociedades.
El asociacionismo al que me refiero es un producto característico de la liquidación de la sociedad estamental y de la consolidación del sistema capitalista, del mercado, y la democracia formal como sistemas básicos de la organización económica, social y política de las sociedades occidentales en las que se produce en primer lugar la transición hacia formaciones sociales industriales‑capitalistas.
Como se ha apuntado, el asociacionismo moderno tiene un carácter formalmente voluntario, aunque fuertemente condicionado en la práctica por multitud de factores que limitan la libertad real de adscripción y participación de los individuos, especialmente en contextos en los que las relaciones interpersonales directas, continuadas y repetidas en distintas situaciones, hacen que las relaciones de rol queden influenciadas unas por otras, tiñéndose de componentes afectivos las teóricamente instrumentales y viceversa.
Los tipos y formas concretas de asociación presentan una diversidad enorme, lo que se deriva del amplísimo campo que abarca la sociabilidad no institucionalizada en las sociedades urbanas capitalistas. David L. Sills intenta establecer una delimitación del campo del asociacionismo voluntario, que estaría integrado por todo tipo de agrupación o asociación no basada en el parentesco, que no se halle ligada directamente a las instituciones u organizaciones relacionadas con las estructuras del estado (iglesias, partidos) y que no aparezca relacionada en primera instancia con la producción o los intereses económicos y profesionales (sociedades económicas y comerciales, cooperativas, sindicatos, colegios profesionales, patronales) (SILLS, 1964).
La gran diversidad de formas de asociación voluntaria explica la variedad de las clasificaciones y tipologías que se han elaborado sobre las mismas por diferentes científicos sociales, unas veces, las menos, de modo específico, otras incluyendo a las asociaciones voluntarias en el marco más amplio del estudio de las organizaciones o de los grupos; utilizando para ello distintos criterios: grado de formalización, objetivos formales, funciones manifiestas y latentes, composición, formas de adscripción y participación, etc.
Las formas asociativas existentes en muchas de las sociedades actuales enclavadas en la periferia del sistema o en los aledaños periféricos del centro del mismo, como es el caso, respectivamente, de las sociedades latinoamericanas, o el de las sociedades de la Europa mediterránea, en general, o más particularmente, en el caso de las ibéricas, aparte del retraso en el surgimiento y extensión de formas «típicas» de asociacionismo, debido a la comparativamente tardía y precaria cristalización de sus formaciones sociales capitalistas, y en buena medida en base a ello, han sido caracterizadas como muy escasas y de naturaleza muy débil desde un punto de vista socio‑político.
El escaso interés concedido en general al estudio de las manifestaciones informales de la sociabilidad en estas sociedades, se basa, creo, en la aplicación de modelos de análisis elaborados en base al estudio de los fenómenos y formas de sociabilidad en sociedades muy diferentes a las nuestras, sustentados muchas veces en criterios eminentemente cuantitativos, que han sido aplicados mecánica y acríticamente a la realidad sociocultural de estas sociedades, dando lugar, o bien a la constatación de la no existencia de las formas y características que las expresiones de sociabilidad en general presentan en las sociedades en las que se elaboraron esos modelos, o bien a la infravaloración de la significación de formas propias, no considerándose la relevancia sociopolítica, y como elementos en la reproducción social de los colectivos y en los procesos de identificación que, a distintos niveles, pueden tener expresiones de sociabilidad, en el caso de las sociedades ibéricas, como los grupos de juego de laranginha de los sectores populares lisboetas (CORDEIRO, 1988) o los grupos de canto alentejano, en Portugal; las cuadrillas de amigos (RAMIREZ, 1984) o las sociedades gastronómicas en Euskadi; las entidades excursionistas o folklóricas en Cataluña; los casales falleros o de las filaes de moros y cristianos, sociedades musicales, sociedades de colombaires (criadores de palomos) o las comisiones festeras en el País Valenciano (CUCO, 1991; las hermandades, cofradías (AGUILAR, 1983; ESCALERA, 1987 y 1989; MORENO, 1972, 1975 y 1985), corporaciones, cuarteles (PLATA, 1987), cuadrillas, casinos, peñas (ESCALERA, 1987, 1988 Y 1990) en Andalucía; las peñas taurinas navarras; las comparsas y agrupaciones carnavalescas canarias; las asociaciones y «casas» de emigrantes gallegos o andaluces; los clubes y peñas futbolíticos y deportivos (ESCALERA y otros, 1995), los bares y cafés, las plazas, los lavaderos públicos, los mercados… así como otras múltiples manifestaciones y contextos, más o menos formalizados, de la sociabilidad características de cada pueblo.
Los estudios de la Sociología y la Antropología sobre el mismo han estado hasta hace relativamente poco tiempo fuertemente condicionados por los prejuicios fijados por las características que las expresiones de sociabilidad presentan en las sociedades concretas en las que cada una de estas disciplinas llevó a cabo sus análisis primera y principalmente, así como por la actuación de factores de tipo ideológico que han viciado en buena medida las posibilidades de percepción de la diversidad y complejidad de las formas, funciones y significados que las expresiones de sociabilidad desempeñan en las distintas sociedades.
La perspectiva sociológica tradicional ha estado dominada porel énfasis en el carácter explícitamente utilitario, la finalidad concreta y expresa, y el protagonismo de las expresiones formalizadas de sociabilidad (principalmente las asociaciones) como canales fundamentales para la participación sociopolítica de los individuos en las sociedades con sistemas políticos democrático‑formales, hasta el punto de que su ausencia aparente ha uno de los rasgos más característicos que se han establecido como definidores de las sociedades «arcaicas» o sometidas a sistemas totalitarios. Se trata de una perspectiva fuertemente imbuida de ideología liberal‑pluralista, basada en planteamientos excesivamente formalistas y sustentada en análisis de carácter cuantitativo, que ha impedido tener en cuenta la importancia de aspectos cualitativos fundamentales para la comprensión de la dimensión y significación de las funciones de las expresiones de sociabilidad, y más concretamente de las asociaciones, como puedan ser el grado y tipo de participación de los miembros de la colectividad en ellas, o su enraizamiento en la vida social de las sociedades en las que actúan.
Por su parte, los estudios antropológicos sobre el tema han sido abordado mucho más recientemente, y son todavía bastante escasos y limitados, debido a profunda influencia de la idea de Simmel de la restricción de la sociabilidad a las sociedades modernas, en contraposición a las «primitivas», consideradas tradicionalmente como en campo de la Antropología, en lo que hace referencia a las expresiones de sociabilidad no institucionalizada; y con respecto a las expresiones de sociabilidad no institucionalizada, debido a la ausencia bastante generalizada de formas de asociacionismo voluntario en las sociedades en las que han venido trabajando principalmente los antropólogos occidentales. Es más, los trabajos que han abordado de manera directa o tangencialmente el estudio de las formas de expresión de la sociabilidad en dichas sociedades, particularmente sobre el asociacionismo de los países afectados por los procesos de descolonización, destribalización y urbanización, han estado frecuentemente dominados por el énfasis en la función adaptativa que las asociaciones tendrían, según los autores de la mayoría de los citados estudios, en las sociedades en las que han sido llevados a cabo (tribales, tradicionales, campesinas). Sociedades sujetas a procesos de fuerte, rápido y profundo cambio sociocultural, en las que las formas asociativas constituirían, desde esa perspectiva, medios para la integración a las formas de vida y los sistemas de organización propios de la sociedad urbana capitalista de los individuos y grupos desarraigados y deculturados por la expansión de la modernización sobre sus contextos socioculturales tradicionales en desarticulación.
Esta perspectiva responde a un modelo de interpretación estructural‑funcionalista, muy influenciado por las concepciones dicotómicas de Tönnies, Simmel y Durkheim sobre la dialéctica campo‑ciudad, urbano‑rural, asociación‑comunidad, solidaridad orgánica‑solidaridad mecánica, en la mayoría de las ocasiones aplicadas, además, de manera simplista.
Tanto la perspectiva sociológica sobre el tema, como la antropológica, que he denominado «tradicionales», aplicadas mecánica y acríticamente a la realidad de otras sociedades diferentes a las que han servido de campo para el establecimiento de sus modelos, no puede producir otro resultado que el constatar la escasa presencia de las formas, características y funciones que presentan las expresiones de sociabilidad en otras realidades distintas.
En el caso de la interpretación sociológica, la reducida existencia de asociaciones de finalidad concreta y expresamente utilitaria, ha hecho olvidar o no considerar significativas una diversidad de manifestaciones asociativas de carácter multifuncional y de finalidad explícita no aparentemente utilitaria, sino de carácter recreativo o festivo; o considerarlas residuales, expresiones de sistemas y estructuras sociales arcaicos en decadencia, como sería el caso de las hermandades y cofradías, especialmente las andaluzas.
La interpretación adaptativa de la Antropología, por su parte, se revela inaplicable o claramente insuficiente en sociedades con estructuras sociales urbanas complejas consolidadas hace tiempo y enclavadas en zonas del entorno inmediato de los centros del sistema capitalista, como son las de la Península Ibérica. Así mismo, la limitación a los estudios de comunidad, a lo microsocial y el énfasis en lo tradicional, han determinado el olvido de un aspecto que forma parte del campo de estudio de lo que hoy puede definirse como Antropología urbana, entendida como el estudio antropológico de todos los temas y problemas de las sociedades contemporáneas, en las que lo urbano constituye el marco en el que se desenvuelve principal y mayoritariamente la vida y la acción social.
Sin negar la función adaptativa, más bien socializadora, que puedan desempeñar las asociaciones voluntarias en nuestras sociedades, la cual tendría su expresión más parecida a las formas asociativas estudiadas principalmente por la Antropología en las asociaciones de andaluces, gallegos y otras poblaciones inmigrantes, considero que las funciones más relevantes de las diversas formas de expresión de la sociabilidad en las todas las sociedades contemporáneas tienen el carácter de marcos para el establecimiento y extensión de las redes sociales ‑‑tanto verticales (patrón‑clientes), como horizontales (amistad, cooperación, alianza, ayuda mutua)‑‑, de medios para la obtención de prestigio, influencia y liderazgo social por parte de los individuos y grupos, en definitiva, como instrumentos para el ejercicio y control del poder social y político en el contexto de la acción social.
En relación a lo anterior considero que los fenómenos y procesos de la vida social deben ser analizados en relación al contexto de las formaciones sociales específicas en las que se desarrollan, con respecto a las que deben ser contrastados los modelos teóricos elaborados en base a su análisis en otras distintas, antes de proceder a la formulación de hipótesis y, mucho menos, de explicaciones de los mismos, en el caso concreto de este trabajo de las manifestaciones de la sociabilidad en general, como pone de manifiesto Albert Meister (MEISTER, 1974).
Las formas, tipos, fines y funciones de las expresiones de sociabilidad variarán pues según las estructuras y sistemas económicos, demográficos, de estratificación social, de organización política de cada sociedad. En particular, la estructura social y el tipo de articulación entre las clases, fracciones de clases y sectores sociales, se revelan como factores esenciales en las formas de expresión de la sociabilidad existentes en una determinada sociedad. No pueden, en definitiva, analizarse de modo efectivo los fenómenos de la sociabilidad, como ninguna otra manifestación de la vida social, sin tener en cuenta el factor determinante que sobre su naturaleza, características, formas y funciones desempeña el sistema de estratificación social de cada sociedad.
Lo anteriormente expuesto me hace considerar a las expresiones de sociabilidad, especialmente las no institucionalizadas, como marcos de observación privilegiados a través de los que poder acceder con mayor facilidad al análisis de las estructuras sociales y a los sistemas de relaciones de poder, los cuáles quedan, en cierto modo explicitados a través de ellas.
Estas aparecen como espacios insterticiales dentro de la organización social de las sociedades en las que se encuentran insertas, como contextos en los que entran en contacto varios campos o sistemas sociales, propiciando la conexión entre los distintos ámbitos formales o informales, institucionales, económicos, profesionales, políticos, de vecindad, en los que se desarrolla la acción social. El grado de implicación que presente cada expresión de sociabilidad con esos otros ámbitos determinará su mayor o menor significación para la sociedad de que se trate.
Especial relevancia tienen para el análisis de los sistemas de relaciones de poder, entendido éste en su más amplio sentido, como capacidad de influir y condicionar la opinión y la acción de individuos y grupos, o de verse condicionados por otros. En este sentido las considero como arenas políticas, si bien no siempre en la misma medida, ni con la misma significación, dependiendo ello de las diversas circunstancias, situaciones e implicaciones que posean en cada caso. En la concepción de Turner, dan lugar a instancias, entre otras, que proporcionan espacios para el desarrollo de los denominados por Joan Vincent procesos políticos primarios (VINCENT, 1978), en las estrategias de los individuos y grupos en la competición por el prestigio, la influencia y el liderazgo; en la formación, extensión y actuación de grupos de acción (cliques, camarillas, facciones, clientelas, sistemas patronal‑caciquiles), no necesaria, aunque si frecuentemente, relacionadas con el poder político formal o institucional.
A través de ellas se reifican, adquieren corporeidad los sistemas clientelistas, de patronazgo o de intermediación, cada uno de los cuales se manifiesta en expresiones diferentes en función de la distinta naturaleza de unas y otras formas de ejercicio del poder, los primeros de carácter piramidal, basados en vínculos personales muy polarizados; los segundos relativamente más abiertos y dinámicos.
Se convierten así en instrumentos importantes en la lucha por la consecución de la hegemonía, utilizando la noción propuesta por Gramsci (BAGES y otros, 1980). En toda sociedad encontraremos uno o varios «dispositivos asociativos», como los denomina Michel Bozon, expresión de la relación de fuerzas y de la composición de los distintos grupos y sectores sociales en lucha por esa hegemonía. Las transformaciones socioeconómicas, con el surgimiento de nuevos sectores y grupos sociales, se traducirán en la aparición de nuevas asociaciones y dispositivos asociativos (BOZON, 1984).
Finalmente, las expresiones no institucionalizadas de sociabilidad, como manifestación de los sistemas de interrelación social y de los grupos existentes en una colectividad, pueden actuar como elementos a través de los cuales se manifiestan y reproducen simbólicamente distintos niveles de identificación: grupales, de clase, sectoriales, semilocales, locales, supralocales e incluso étnicos. Así mismo, puede hablarse de la existencia diferentes estilos o modelos de sociabilidad característicos de los distintos grupos, sectores o clases sociales, los cuales se ven representados y reforzados como tales y en confrontación con los demás, a través de los tipos, rasgos y formas de participación de sus integrantes en determinadas formas de expresión de sociabilidad.
Ello es lo que hace afirmar a Maurice Agulhon que el número y vitalidad de las asociaciones existentes en una colectividad son signo del «tono», de la voluntad de existencia y de la especificidad de la misma, actuando como mecanismos de resistencia frente a los procesos de uniformización sociocultural (AGULHON, 1981).
Como realidades sociales encarnadas en sus sociedades, las expresiones de sociabilidad reflejan e ilustran a la vez las transformaciones socioeconómicas y políticas experimentadas en ellas, las cuales determinan procesos de cambio, decadencia, desaparición y surgimiento de las formas de sociabilidad.
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