RESUMEN
Quiero analizar aquí las construcciones de identidad en ocupantes ilegales del barrio del Abasto de Buenos Aires, actores centrales de la etnografía que estoy realizando desde 1993.
Me interesa ahondar en dichas identidades teniendo en cuenta un doble movimiento. En primer término, describiré las atribuciones de identidad hacia los ocupantes ilegales por parte de otros (ya sean medios de comunicación, organismos gubernamentales o vecinos de clase media con los que conviven en el espacio barrial), para desde allí acceder a una comprensión de cómo estos ocupantes construyen las imágenes de sí mismos.
Me interesa analizar el cruce entre las clasificaciones externas y aquellas que parten del interior del grupo para discutir por qué las primeras (aun cuando tengan mayor aceptación o divulgación) no agotan la definición de identidad de este sector.
Minimal resistance
Readings about the double identity movement in illegal occupants of the “Abasto” area
ABSTRACT
I want to analise in this paper the identity constructions of illegal occupants of the “Abasto” area of Buenos Aires, central actors of the ethnography I am doing since 1993.
I am interested in deeply studying these identities considering a double movement. In the first place, I will describe the identity attributions towards the illegal occupants from means of communication, governmental organisms or middle class neighbors that live with them in that area. And, from there, to understand how these occupants construct their images of themselves.
I am interested in analyzing the crossing between the external classifications and those that belong to the group itself to discuss why the first ones (even when they have more acceptance and are more widespread) do not exhaust the identity definition of this sector.
Más allá de lo humano
El fenómeno de las ocupaciones ilegales[ii], que comienza a fines de la dictadura militar y principios de la democracia -1983 en adelante- es contemporáneo a la clausura del Mercado Central de frutas y verduras del Abasto, acaecida en 1984. El despoblamiento de determinados espacios, sumado al hecho de ser un barrio «de los márgenes» pese a su ubicación céntrica, más el ablandamiento de las prácticas tras la caída de la dictadura, son todas circunstancias que se combinaron de un modo singular para que determinados sectores -recién llegados, ex inquilinos o antes expulsados de la ciudad- «rompieran candado» en distintos rincones del Abasto; así como también en otros lugares de la ciudad de Buenos Aires con características similares.
El Mercado mencionado, en torno al cual giraba buena parte de la actividad socioeconómica del barrio, permaneció cerrado hasta 1998, año en el que fue reabierto bajo la forma de un shopping. El proceso de renovación urbana local se materializó además en la construcción de un hipermercado, torres de departamentos, un hotel internacional y un restaurante temático donde antiguamente cantara la figura emblemática del barrio, Carlos Gardel.
Hasta poco antes de la inauguración del shopping, el Abasto era mencionado en los medios de comunicación como “el Bronx porteño”, metáfora que aludía a su abandono y a la abrumadora cantidad de “habitantes indeseables”. Para esa época fueron desalojadas muchas casas tomadas de los alrededores del Mercado, si bien subsisten otras y el barrio mantiene una fuerte impronta popular, pese al nuevo paisaje producido por el reciclaje.
Desde las instancias gubernamentales se colocó la condición de ilegalidad de los habitantes de casas tomadas en un insoslayable primer plano, de lo cual se hicieron eco los medios de comunicación. Lo ilícito de la vivienda parecía implicar, por añadidura, el carácter delictivo de sus habitantes, la instalación de locutorios truchos, su adicción a drogas, etc. Vale decir que el hecho de estar ocupando ilegalmente un inmueble en la Capital Federal (y específicamente, en un barrio pensado como peligroso e intransitable), no sólo estaría violando la lógica de la propiedad privada, sino que sumaría automáticamente otras ilegalidades.
Los ocupantes también son juzgados por ser vagos y carecer de una moral característica de la clase media[iii]. No obstante, la marcación de identidad[iv] fundamental de los ocupantes del Abasto se vincula con su supuesta condición de inmigrantes ilegales provenientes de Perú o Bolivia.
«Cientos de bolivianos y peruanos vivieron en la zona hasta hace pocos meses. La mayoría de ellos ya han sido desalojados de las casas tomadas que habitaban[v]».
«(…) el paisaje de las casas tomadas se repite. (…) Mucho de los habitantes, si no la mayoría, son peruanos. (…) Dicen que son estos inmigrantes los mayores proveedores de la pasta base [una droga pesada, residuo de la cocaína]. Y debe ser cierto (…)[vi]».
Esta visión de los medios de comunicación coincide con las expresiones de vecinos e instituciones barriales:
«-Yo no entiendo cómo pueden vivir así, en la mugre… (señala sin disimulo una casa tomada enfrente nuestro, y los chicos que están parados en la puerta nos miran. Ella no se da por aludida). A éstos no les importa nada… (…) Acá hay mucho extranjero (mueca de desagrado), mucho boliviano, pero sobre todo peruanos».
(Graciela, 50 años, inquilina de un viejo edificio del Abasto).
«Los ves que piden plata, venden flores en las esquinas, roban… Son todos extranjeros de los países limítrofes, de Paraguay, de Perú, (..) gente que viene de afuera, rompe cadenas y se mete adentro. Están de última usurpando algo que no les corresponde…»
(Hilda, 55 años, militante de una unidad básica barrial).
En rigor, los ocupantes que habitan en el Abasto no son inmigrantes ilegales sino que encontramos un grupo predominante de argentinos en busca de oportunidades laborales o bien de condiciones mínimas de sobrevivencia facilitadas, según la expresión de Topalov (1979), por el efecto útil de aglomeración de la ciudad.
No obstante, las prácticas y discursos oficiales, así como los medios de comunicación y los vecinos y comerciantes del barrio insisten en considerar a ocupantes e inmigrantes como si se tratara de un idéntico sector de población. Mi supuesto es que esta “invención de la etnicidad[vii]” de los ocupantes produce un efecto de realidad (Barthes 1984) casi imposible de contradecir con datos empíricos.
Por un lado es cierto que existe una importante comunidad boliviana y peruana en el barrio, expresada en cantinas, bares, asociaciones y espacios bailables. Ellos recrean su cultura en el escenario barrial (fiestas, comidas típicas, etc.); aquello que Gilberto Jiménez (1996: 25) define como la «reterritorialización» simbólica de la cultura de origen en los lugares de destino. Por la invisibilidad[viii] que los caracteriza, los ocupantes adquieren entonces el «cuerpo» de este grupo vecino más ostensivo que es la comunidad boliviana y peruana.
Los sectores mejor posicionados atribuyen a los ocupantes determinados comportamientos, que se derivarían no de su condición de bolivianos o peruanos per se sino de una condición más compleja: la de inmigrante ilegal. Podría detallarse prácticamente como una sumatoria “lógica” de ilegalidades[ix]: tomar una casa – ser inmigrante ilegal – delinquir – instalar locutorios truchos – consumir o traficar drogas, etc.
Desde las miradas de los “legales”, los “más ilegales” de los ocupantes parecen agotar el universo de población a describir, lo cual constituye un modo de no sentirse involucrados en su miseria[x], ni en los mecanismos de profunda desigualdad social que subyacen a la multiplicación de casas tomadas desde los 80.
Esta sustitución funciona, diría Appadurai, como un “freezing metonímico” en el que un aspecto de sus vidas reemplaza al todo y se convierte en una taxonomía antropológica. En tanto cientistas sociales, el riesgo de caer en aquella “trampa metonímica” sería el adscribir acríticamente a la acusación que pesa sobre los ocupantes, o bien a la identidad colectiva desprendida “naturalmente” de un referente espacial común.
Quienes activan dicho freezing metonímico en el espacio barrial resultan ser, no azarosamente, aquellos vecinos de clase media que se alzan como los “verdaderos herederos” del patrimonio local y de la historia del Abasto. Aquí también estaría operando, como diría B. Williams (1989, en Briones 1998: 123), una metonimia identificatoria: un sector representa al conjunto de lo que se toma como identidad general.
Agrupados bajo la voz de un periódico local, ya era posible rastrear en 1988 una serie de comercios, instituciones y negocios de antigüedades que manipulaban la historia local como parte de un discurso que sugería echar a los intrusos: los ocupantes ilegales[xi]. Los chistes que ilustraban sus páginas daban cuenta de esta disputa con el resto de vecinos indeseables. En uno de ellos aparecían dos linyeras comentando: «Ahora que van a venir turista vamo’ a tené que está má presentable, vamo». Y en otro, menos sutil, unas ratas reunidas en asamblea exclaman: «Estamos fritas! Si los vecinos se unen y se vuelven progresistas tendremos que abandonar la zona![xii]». Los autodenominados «progresistas» arremetían contra todo lo desprolijo del barrio; la lista abarcaba depósitos abandonados, esquinas sucias, casas tangueras tomadas y sus habitantes, percibidos como un elemento más de esa estética «feísta».
El chiste de las ratas –que por supuesto aludía a los ocupantes- cobra significado dentro de un conjunto más amplio de discursos y prácticas[xiii] que, en el espacio local, coinciden en adjudicarle a este grupo una naturaleza infrahumana:
“Ustedes tendrían que entrar ahí para que se den cuenta de lo que yo les estoy diciendo (pone una inequívoca cara de repugnancia). Hay algunos de estos que directamente no tienen baño, hacen sus necesidades en un costadito. (…) Viven realmente como animales…”.
(Policía que custodia el barrio)
“Esta gente es la escoria, siempre fue igual y no va a cambiar. Es un problema de mentalidad…”
(Alberto, 50 años, vecino del barrio)
Los propios ocupantes internalizan y retoman ese estigma de lo fuera de lo humano para hablar de sí mismos, autodesignándose también como ratas:
«…Estamos en un lugar hasta que te desalojan y te vas a otro agujero. Como las ratas, viste? Bueno, igualito: somos como ratas…»
(Mónica, 45 años)
«Yo soy como las lauchas…»
(Alberto, 60 años)
«…[a propósito de un incidente con un vecino que intentó prenderle fuego a la pieza de al lado] Si se quemaba, íbamos a tener que salir corriendo como ratas…»
(Ana, 25 años)
Resulta evidente que a los ocupantes les resulta prácticamente imposible sustraerse del extraordinario peso de esos estigmas, y en la construcción de sus identidades no es ajena la cultura hegemónica.
Más acá de lo humano: las identidades irreductibles
Ahora bien ¿Cómo se articulan esas atribuciones externas de identidad con los múltiples modos que tienen los ocupantes de nombrarse a sí mismos, y de apropiarse del espacio?
Hasta aquí las clasificaciones de diversos sectores de la sociedad presentaron a los ocupantes como si fuesen un todo homogéneo. El minucioso trabajo de campo con ellos a lo largo de estos años nos muestra, por el contrario, su extraordinaria diversidad: hombres y mujeres de diversas edades y lugares de origen, de variable capital cultural y social. Algunos provienen del interior del país, otros de la propia Buenos Aires. La casa tomada no suele ser el primer destino en la ciudad: hay quienes han vivido en hoteles pensión, inquilinatos, casas de parientes, plazas, estaciones de trenes, o en casas de familia “cama adentro” como servicio doméstico. Entre los ahora ocupantes también encontramos una franja de sectores medios pauperizados que experimentaron en las últimas décadas procesos de movilidad social descendente. Se trata de personas que vivieron en casas de su propiedad o departamentos de alquiler, y cuyo currículo vitae de clase media desembocó, por diversas circunstancias, en su actual condición de ocupantes ilegales.
Las actividades de los hombres recorren un largo espectro que abarca “abrir casas” y cobrar al resto, fabricar artesanías, trabajar en negocios, hacer changas, mendigar, traficar drogas, recolectar basura, etc. Entre las mujeres, la sobrevivencia no es menos variada: hay quien tiene un trabajo calificado y sostiene la casa con marido desocupado e hijos; hay quien negocia una suerte de alquiler con el resto de habitantes de la casa en su calidad de viuda del “primer adelantado”; hay quien reparte sus hijos en varias casas tomadas y es consentida en un baldío junto a su hijo más pequeño por los cartoneros. El abanico de estas mujeres incluye ocupaciones tales como enfermera, empleada doméstica, prostituta, comadrona que practica abortos, etc.
Los distintos modos de llegar y vivir en una casa tomada implican diversas formas de sufrimiento, de expectativas, de organización de la vida cotidiana. Algunos ocupantes implementan “prácticas de consorcio” para regularizar el pago de impuestos o arreglar la fachada de la casa para acceder -desde su propia percepción- a una mayor legalidad social. No obstante, la estrategia que prevalece entre los ocupantes del Abasto no es la que acabamos de mencionar, sino la que, por el contrario, tiende a que su presencia en el espacio urbano resulte desapercibida. Para ello disimulan las entradas, mantienen cerradas las persianas que dan a la calle, evitan llamar la atención y ser reconocidos por los otros (vecinos, propietarios, municipio) como ocupantes.
En el marco de la reciente inauguración del monumento a Carlos Gardel y de la peatonal en la cortada homónima, se sumaron más desalojos a los moradores de casas tomadas. Los ocupantes que subsistían en el barrio extremaban su necesidad de diferenciarse de los que quedaban y de los que ya se habían ido. Ni siquiera en esta situación límite donde otros ocupantes son desalojados ellos se sentían familiares, próximos a ellos[xiv].
La experiencia de discriminación y exclusión es apropiada diferencialmente por cada uno de los ocupantes. Ellos procuran revertir las atribuciones negativas de identidad a través de estrategias materiales como las recién mencionadas; a través del consumo de ciertos bienes que los homologuen a las clases medias; o bien discursivamente, que es el aspecto que expondré brevemente a continuación, ya que la problemática es compleja y excede las posibilidades de este trabajo.
En primer lugar, ellos disputan el término con que se los designa y los sentidos que le vienen asociados, estableciendo una diferencia discursiva entre ser ocupante y estar ocupando. Desde su perspectiva, ellos estarían contemplados en la segunda categoría, evitando así el “riesgo ontológico” de tal identidad; y apelando simultáneamente a una moral intachable; un pasado o futuro glorioso (y de tan distante, incomprobable), una nacionalidad digna e insuperable; un trabajo esforzado como ninguno…
Los ocupantes tampoco se perciben a sí mismos como ilegales, y resaltan la legalidad de sus prácticas a través de múltiples vías: ya sea a partir de la aspiración de pagar sus impuestos, de regularizar una condición de inquilinos de la casa cuando el inmueble es municipal, o bien a través de cualidades personales no directamente asociadas a su vivienda: su carácter de vecinos respetables, madres de familia, etc.
“…A mí me da mucha pena, la droga, todo eso, te da mucha pena. Yo a pesar de todos los tropezones que tuve en la vida no tengo ningún vicio: nunca me drogué, ni tomé alcohol, ni robé. Yo te puedo jurar Mari que en toda mi vida jamás robé nada. Es mentira eso de que si uno vivió una vida de muchas privaciones va a salir torcido. A mí se me presentó, es como que se me abrían dos grandes caminos: uno hacia la derecha y otro hacia la izquierda. Y yo siempre agarré el de la derecha”.
(Juan, 45 años)
Las identidades que ellos despliegan frente a sus diversos interlocutores constituyen una respuesta a una cadena de significados anteriores[xv]. Por ejemplo, frente al set “ocupante – ilegal – inmigrante – delincuente”, ellos contraponen otro set de significados: “subocupado/a – trabajador/a pobre pero honrado/a – padre/madre de familia responsable – ciudadano/a”, etc. Son los paradigmas de los no-ocupantes los que fijan los términos de su réplica[xvi].
Pero estas narraciones del yo ¿desafían el estigma, o constituyen una mera reacción al mismo? ¿Son pasibles de ser leídas como prácticas de resistencia o dominación[xvii]?
En una primera instancia -y en particular si analizamos cómo se tejen estas narraciones del yo con un conjunto de visiones peyorativas sobre sus pares y con prácticas de ocultamiento-, nada parece impedir que sean vistas como la puesta en juego de una dominación interiorizada.
Estos habitantes del Abasto no articulan resistencias en un formato más amplio, precisamente porque se oponen, tácita o explícitamente, a la conformación de una identidad colectiva. En la medida en que el estigma de la ilegalidad es tan devastador, reconocerse como ocupantes se vuelve para ellos un contrasentido. Los ocupantes no creen poseer una identidad diferencial, en tanto no se reconocen a sí mismos como un colectivo, y ni siquiera como ocupantes. Es por eso que tampoco luchan por un reconocimiento diferencial en tanto grupo[xviii]. En una postura extrema podríamos preguntarnos si todavía es lícito hablar de ocupantes cuando ellos practican una suerte de denegación radical de esta atribución de identidad[xix].
No obstante, creo que también resulta posible pensar sus narraciones del yo como prácticas de resistencia a nivel individual. Mi hipótesis es que los ocupantes recurren a identidades irreductibles, en tanto:
a) Dichas identidades resultan indelegables, ya que apelan a una serie de atributos y elementos del pasado[xx] que pertenecen exclusivamente a esa persona. En otras palabras, nadie más que ellos pueden ser esa persona.
Aquí estoy retomando la idea de identidad individualizada[xxi] de Charles Taylor (1992: 47), pensada como una identidad “… que es particularmente mía, y que yo descubro en mí mismo. Este concepto surge junto con el ideal de ser fiel (…) a mi particular modo de ser”. Taylor retoma a Trilling y luego a Herder para reflexionar sobre cómo cada uno de nosotros tiene su modo original de ser humano: “Ser fiel a mí mismo significa ser fiel a mi propia originalidad, que es algo que yo puedo articular y descubrir. Y al articularla, también estoy definiéndome a mí mismo. Estoy realizando una potencialidad que es mi propiedad” (Ibíd., 51).
Paradojalmente, creo que esta es una de las pocas “propiedades” que tienen a mano los ocupantes: la de poder manipular[xxii] su propia identidad. La propia idea de manipulación me mantiene a prudente distancia de la noción, a mi juicio, demasiado purista de fidelidad que expone Taylor. Creo que en el mismo gesto en que uno se mantiene “fiel” a su propia biografía, se puede estar cometiendo infinidad de traiciones con ella; “infidelidades” que no son sino –parafraseando a Bourdieu (1993: 921)- la condición de una verdadera fidelidad.
2) Estas identidades son, no obstante, negociables (y por extensión maleables) según el interlocutor, las alteraciones de contexto, las necesidades de construir un mayor prestigio, etc. Bajtin (1982) es el primero en trabajar esta cuestión de que todo enunciado debe ser analizado como respuesta a los enunciados anteriores de una esfera dada. La expresividad del enunciado se determina en relación a los enunciados ajenos emitidos sobre el mismo tema. En este sentido, el enunciado del ocupante ilegal ha de ser comprendido dentro de esta relación de fuerzas desigual, en donde ellos ocupan una posición subordinada en el sistema de clasificación hegemónico.
Todos los actores necesitan cierta positividad en su adscripción de identidad, y estas buscan lograr un reconocimiento intersubjetivo. El problema en el caso de los ocupantes reside en que, en la medida en que sus postulaciones de identidad no obtienen el suficiente reconocimiento, tampoco logran alzarse como una identidad alternativa.
No basta, por ejemplo, con que un habitante de casa tomada se considere uruguayo o trabajador, o que ponga en juego su rechazo a una ciudadanía de segunda clase. La identidad que continúa prevaleciendo –al menos hacia fuera y prescindiendo de que él la asuma o no- es la de ocupante ilegal. Y esto genera una gran contradicción, ya que nadie se reconoce en una identidad negativa y tampoco basta con construir una identidad positiva para revertir el estigma, pues el reconocimiento sólo se obtiene intersubjetivamente.
Las narraciones de identidad de los ocupantes presentan entonces una ambivalencia constitutiva, ya que no pueden construirse absolutamente desde una identidad positiva al estar en permanente diálogo y disputa con los estigmas que pesan sobre ellos. En las narraciones del yo de los ocupantes conviven, en suma, elementos positivos y negativos; así como un presente que se pretende negar o invisibilizado con un pasado o futuro de mejores perspectivas.
Los etiquetamientos externos jamás quedan, a mi criterio, definitivamente saldados; lo cual incide en el carácter fluctuante de sus identidades y en el desplazamiento de imágenes que no están exclusivamente “atadas” al estigma sino también a su propia historia, y a la también fluctuante dinámica barrial y nacional.
Conclusiones
Como hemos visto en el primer acápite, en la actualidad se entrelazan y apoyan mutuamente las desventajas económicas y el irrespeto cultural (Fraser 1997: 18). Los ocupantes son acusados de ser “inmigrantes ilegales”, como si la ocupación de una propiedad sumara automáticamente otras ilegalidades, o ciertos atributos culturales, étnicos o nacionales. La ocupación se transforma así en una “mancha”, un “pecado original”, un estigma a priori que resulta casi imposible subsanar; y que también los vuelve menos “merecedores” de políticas habitacionales a pesar de ser más numerosos que otros habitantes precarios de la ciudad, como por ejemplos los villeros.
Se combinan entonces, según Fraser, dos tipos de injusticia: la injusticia socioeconómica (explotación, marginación económica, privación de los bienes materiales indispensables para llevar una vida digna) y la injusticia cultural, en donde la injusticia está arraigada en los patrones sociales de representación, interpretación y comunicación. Ambas se entrecruzan en la práctica y se refuerzan mutuamente.
Las ocupaciones ilegales deberían ser encaradas a través de una política que exceda la mera implementación de una solución habitacional acorde a sus necesidades (lo cual ya representa en sí mismo, en nuestra actual coyuntura nacional, una utopía). En un sentido más amplio (y en esto coincidimos con Taylor 1992: 97), la lucha por la libertad y la igualdad debería contemplar la revisión de las imágenes degradantes.
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Notas
[ii] La categoría de ocupantes circunscribe una forma de alteridad histórica (Segato 1998: 171-2). La autora define la alteridad histórica como una serie de atributos de los grupos sociales cuyas maneras de ser “otros” en el contexto de la sociedad nacional se deriva de esa historia y hace parte de esa formación específica. Desde esta consideración inicial, resulta inteligible por qué la categoría de squatter (cuyo origen se remonta a ocupaciones de casas y edificios en Europa, donde por lo general se desarrollan complejas organizaciones culturales y sociales de sectores de clase media), resulta inadecuada para aludir a “nuestros” ocupantes vernáculos, cuyo surgimiento histórico se articula con un contexto nacional radicalmente distinto. Un equívoco similar puede ser señalado en torno a la extrapolación del término okupas. Más que importar nociones de identidad formadas en otros contextos nacionales, el desafío sería, según Segato (1998: 184) “…trabajar y dar voz a las formas históricas de alteridad existentes”.
[iii] “Lo de las casas tomadas es de-ni-gran-te. (…) Están muy quedados, no hacen nada…”
(Carmen, 50 años, presidenta de la asociación barrial “Madres de Balvanera”).
“El problema es que son todos vagos, no les gusta salir a laburar. (…) A ellos les gusta vivir amontonados…”
(Alberto, 45 años, propietario de un departamento frente a casas tomadas del Abasto).
El prejuicio de la vagancia de los pobres persistió en la Argentina durante décadas; aun sin existir un contexto de pleno empleo propio de la primera época del Estado de Bienestar. En cuanto al vínculo entre los pobres y la ausencia de valores familiares arraigados propios de la clase media, cfr. Kincheloe y Steinberg 1999: 156.
[iv] Desde las miradas prevalecientes del sentido común, algunos rasgos se transforman en una suerte de esencia y los grupos que los comportan son imaginados, en palabras de Banks (1996: 83), como unidades naturales, reales, eternas, estables y estáticas. Algunos íconos permanecen fijados y las imágenes culturales de la pobreza (como señala metafóricamente Rimstead 1997:256 citando a Bromley 1988) se convierten en sepia.
[v] «Tango del Abasto. Pasado y presente de un barrio porteño». Diario Página/12, 8/11/98, suplemento Turismo, pág. 8.
En otro trabajo de nuestra autoría (cfr. Carman 1999: 426-427) abordamos cómo otras crónicas de esa misma época llegaron a afirmar que «…miles de intrusos, en su mayoría extranjeros ilegales, ocuparon parte de los cinco niveles del edificio y varios predios linderos». («El Abasto revive en un gran shopping». Diario La Nación, 8/11/98, pp. 1 y 23. El resaltado es nuestro). Para ser estrictos hace falta remarcar que, desde que fue clausurado, -y a diferencia de otros galpones y depósitos anexos del mismo en cuadras aledañas- el propio predio del mercado jamás fue ocupado ilegalmente, sino que permaneció vacío.
[vi] «La ley de la calle. Historias de los pibes del Abasto, un barrio con dos caras». Diario Página/12, 22/4/99, Suplemento NO, pp. 4-5.
[vii] Aquí lo étnico está funcionando como una adscripción de una nacionalidad otra, por lo que simultáneamente se trata de una “invención de lo nacional”. Se conjugan los atributos étnicos adjudicados a bolivianos o peruanos (piel oscura, estatura baja, contextura rolliza) con la condición de no-argentinos.
En la medida en que el proyecto de “limpieza cultural” de nuestra nación se expresó aplanando diferencias y homogeneizando a sus habitantes (Segato 1998: 183), no resulta incomprensible que un colla (etnia común de nuestras provincias norteñas) sea “traducido” por la mirada del porteño como “bolita” o peruano; vale decir, desplazado a la condición de extranjero. Esto se vincula con el fuerte carácter xenofóbico expresado en nuestro país durante estos últimos años y en particular, en relación a las usurpaciones.
[viii] La invisibilidad se vincula, en el caso de los ocupantes, con un ambivalente gesto de vivir y no vivir en el barrio y la casa. Ellos buscan volverse invisibles a los ojos de los demás, y desde esta «no-existencia» resistir el desalojo y perdurar en el barrio. El Estado no es ajeno en dicha construcción: existe una tendencia a la «invisibilización» de las ocupaciones de edificios y a negarle reconocimiento como fenómeno significativo del hábitat popular. (Para un desarrollo más detallado de esta cuestión cfr. Carman 1997).
[ix] En una sintonía similar, Rimstead (1997: 253-4, retomando a Waxman 1983: 71-73) alude a la “múltiple estigmatización” en la que un sujeto puede ser construido por discursos de exclusión basados no sólo en la pobreza sino también en un estigma racial, étnico, en diferencias de género, etc. En nuestro caso, recordemos que la estigmatización de los ocupantes entronca con la imagen deteriorada del barrio que los cobija. Lo interesante es que en los últimos años, a raíz del proceso de “ennoblecimiento” local mencionado, se revirtió significativamente la representación negativa que pesaba sobre el Abasto, lo cual no hizo sino redoblar la acusación sobre los “intrusos” que sobreviven en él.
[x] Esto me evoca las categorías de oposición –o más específicamente, las “categorías de enfermo” (diseased category) enunciadas por Reed (1989 en Banks 1996: 84)-, cuya función consiste en recordar al resto cuán saludables son. En el caso que nos atañe, se construye un enemigo –encarnado en la figura de los ocupantes- para sustentar la imagen contrapuesta de “legítimos vecinos” del barrio.
[xi] En un trabajo anterior ya analizamos cómo, a pesar de ser excluidos verbalmente, los ocupantes ilegales e inquilinos eran los únicos que tenían un acceso físico a varios de aquellos bienes patrimoniales que constituían el «valor agregado» del Mercado: la cantina Chantacuatro, la esquina O’ Rondemán, el hotel-pensión Mare D’ Argento, etc. Estos actores rearmaban como su casa parte de aquel patrimonio sagrado, intocable del barrio. Desde este punto de vista los ocupantes -al vulnerar dichos bienes patrimoniales- estaban perpetrando una doble usurpación: la del inmueble en sí mismo, más la carga simbólica que a esos inmuebles se les adicionaba por tratarse de un elemento con su propio peso dentro del folklore vernáculo (Cfr. Carman 2002).
Y hasta podríamos hipotetizar una triple usurpación, ya que desde el imaginario social los “intrusos” que se apropiaban de los bienes del patrimonio ni siquiera eran argentinos sino extranjeros ilegales.
[xii] Diarios Nueva Ciudad, Nos. V y I, 1988.
[xiii] Asimismo, creo que los discursos estigmatizantes de estos vecinos de clase media del Abasto deben ser apreciados junto a las prácticas en las que tales discursos se expresan materialmente. Si bien la enumeración de dichas prácticas excede los fines de este trabajo, puedo mencionar a modo de ejemplo las estrategias de evitación, por parte de la clase media, de aquellas cuadras consideradas como “peligrosas”. A partir de cómo se piensa a los ocupantes y al barrio, se trazan determinados circuitos y se dibujan ciertos croquis que quedan marcados. Dichos imaginarios instituyen zonas lícitas y prohibidas y ciertas formas de leer e interpretar el espacio.
[xiv] No olvidemos además que, como diría Bourdieu (1991: 227-235), la disputa construida alrededor de la diferencia es tanto más grande en los espacios más próximos de la distribución social, aquellos espacios que para un observador extraño serían homogéneos, de tan cercanos.
[xv] Una cadena ideológica particular deviene un espacio de lucha cuando se trata de transformar el significado negativo por otro positivo. La lucha ideológica consiste en “ganar” un set de significados para una categoría ya existente (Cfr. Hall 1985: 112-113).
[xvi] Cfr. West 1992. Lo que prevalece en los ocupantes, siguiendo la terminología que propone West, es la “manera asimilacionista” de mostrar que ellos son como el resto; y en donde su especificidad desaparece para ganar la aceptación y aprobación de la sociedad.
[xvii] Sería necesario explicitar primero qué estamos entendiendo tanto por resistencia como por dominación; a la vez que analizar cómo nos posicionamos en tanto investigadores frente a las prácticas de los otros: ¿no vemos en la alteridad más que defecto y denegación? ¿O bien las prácticas de la cultura dominada también pueden ser pensadas en forma autónoma, en términos de estrategias, opciones y “gustos”? Al respecto, me remito al brillante estudio de Grignon y Passeron (1991).
[xviii] Estamos retomando aquí el presupuesto del carácter dialógico entre identidad y reconocimiento de Taylor (1992: 52), que trabajaremos con mayor detalle en las próximas páginas.
El carácter dialógico de la identidad nos remite al problema del reconocimiento, insuperablemente trabajado por Hegel en su célebre dialéctica del señor y el siervo, y luego retomado por un sinnúmero de autores contemporáneos que trabajan cuestiones atinentes a la identidad.
[xix] Incluso años atrás, en pleno desalojo de las bodegas Giol, algunos ocupantes del Abasto ignoraban quiénes eran, pese a que se los podría catalogar como los “intrusos” más célebres que tuvo la ciudad desde que la problemática de las casas tomadas adquirió cierta difusión. La paradoja es que este aparente “no saber” constituye, a mi criterio, una suerte de saber práctico, de toma de posición frente a la construcción de ese “universo cerrado” indeseable, justificativo de las violentas prácticas de desalojo implementadas en ese entonces.
[xx] Las identidades no se inventan “en el vacío”, sino ancladas a experiencias previas significativas: “…las identidades son los nombres que damos a los diferentes modos en que nos posicionamos, y que a la vez nos posicionan, en las narrativas del pasado” Hall (1989 en Gever 1992: 193. La traducción es nuestra).
Esta idea cobra una resonancia significativa en el caso de los ocupantes del Abasto, ya que la atención puesta en ese pasado que se narra trasciende la mera actitud declamativa: creemos que desalienta, en los ocupantes, una mayor conformación de redes con la casa, con sus vecinos, e incluso con su historia presente, aquí y ahora. (Para un mayor desarrollo de este punto cfr. Carman 1997).
[xxi] Este concepto guarda estrechas similitudes, desde mi punto de vista, con la idea del “proyecto personal abierto” de los agentes que enuncia Giddens (1992 y 1994: 14-64), pensado como un proceso reflexivo y autoconciente. También me recuerda la célebre proposición de Spinoza (1980 [1677]): “Cada cosa se esfuerza, cuanto está a su alcance, por perseverar en su ser”; postulado que a su vez es retomado en la noción de habitus de Bourdieu (1991: 91-111), aunque un sentido más restrictivo.
[xxii] Dichas manipulaciones se construyen en pos de un determinado interlocutor para el propio beneficio. La idea de manipulación nos remite también, a mi entender, a la relativa arbitrariedad de las clasificaciones sociales. Hall (1985), en su lectura de Althusser, sostiene que no hay una necesaria correspondencia entre las condiciones de la práctica social y los distintos modos en que ésta puede ser representada. Se opone así a lo que él denomina el “reduccionismo de clase”: esa especie de garantía de que la posición ideológica de una clase debería corresponder con su posición social en las relaciones sociales de producción. Dicho reduccionismo no nos permite comprender por qué las clases sociales en situaciones históricas reales actúan con distintas ideologías o jugando una ideología y luego otra. El análisis histórico concreto niega esa identidad empírica entre clase e ideología. Esta lectura de Althusser por parte de Hall, a mi parecer, anticipa algunos planteamientos posteriores del autor, como por ejemplo la noción de “identidades a la deriva” o bien de la “fiesta móvil de la identidad” (Hall 1995: 7-72). Esta última noción alude a las identidades contradictorias que conviven dentro nuestro y presionan en distintas direcciones, de modo que nuestras identificaciones van siendo permanentemente modificadas (ibíd., pág. 12).