María de los Angeles YANNUZZI.
Directora de la Escuela de Ciencia Política
Facultad de Ciencia Política y Relaciones Internacionales
Universidad Nacional de Rosario.
Una versión preliminar del presente trabajo fue presentada en el II Congreso Nacional de Ciencia Política, organizado por la SAAP y la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la Universidad Nacional de Cuyo.
Las sociedades modernas enfrentan hoy la necesidad de transformar la estructura del Estado-nación debido al proceso mundial de reconversión capitalista, para lo cual se deben modificar las formas en que tanto política como economía se habían relacionado hasta ahora entre sí. Esta crisis que atraviesa hoy esta forma de estado es uno de los aspectos más difíciles que la teoría política debe resolver, ya que ha sido a partir del concepto de Nación que se constituyeron las identidades políticas en el mundo moderno, cuestión que, por el hecho de producir la integración simbólica de los sujetos, nos remite en al problema central de la legitimidad.
Desde un punto de vista teórico-conceptual, este proceso de reconversión que acelera la tendencia a la mundialización tiene como exigencia fundamental la necesidad de reelaborar determinadas nociones que, por la misma dinámica que ha adquirido la circulación de los capitales a nivel mundial, han terminado fuertemente cuestionadas, ya que se constituyen objetivamente en trabas al desarrollo capitalista actual. Esta crisis conceptual que incluso cuestiona la misma noción de Estado nacional tal como se ha elaborado hasta ahora, y que hace perder el sentido de los hechos que nos circundan, se produce, entre otras cosas, porque «la mano de obra y los mercados forman parte de un importante proceso de globalización, al punto tal que los inversores, los empresarios, los trabajadores y los consumidores están ahora profundamente anclados en las redes de la economía mundial y, por este hecho, contribuyen a restringir el alcance nacional de las jurisdicciones políticas tradicionales.» (ROSENAU:505)
Pero al cuestionarse de esta manera el alcance nacional de los estados se debilitó en principio el centro único simbólico de poder en referencia al cual las sociedades particulares habían articulado sus lazos sociales. Si el estado moderno se había constituido como momento de unificación de las particularidades existentes, ahora se producía un tipo de movimiento inverso que tendía a poner en evidencia las particularidades que hasta entonces habían sido al menos disimuladas por el estado. En ese contexto, una de las consecuencias más evidentes de este problema ha sido el fuerte estallido identitario que se ha producido en el mundo, y que directamente ha cuestionado fuertemente las grandes estructuras estatales tal como las hemos conocido hasta ahora, poniendo de manifiesto así la existencia de dos momentos en la conformación del sistema político.
En ese sentido, y siguiendo a LaRue podemos decir que esta «crisis del sistema político revela la unidad contradictoria de dos procesos: el de la regulación (integración del sistema) y el de la legitimación (producción de la identidad o integración simbólica)» [1]. En ese contexto, y frente a la desintegración del sistema político tal como estaba articulado, afloraron en la epidermis social una diversidad de identidades que no consiguieron encontrar, en principio, un espacio común de reconocimiento que les permitiera asegurar una mínima convivencia pacífica. Esto nos coloca frente a un doble problema teórico, ya que reactualiza tanto el problema del status de las minorías como el de la forma en que se construye el momento de unidad en el marco de la institución de la sociedad.
Por ello, si bien este estallido identitario se produce en verdad en distintos órdenes de la sociedad, tiene su aspecto más visible, y en muchos casos incluso dramático, en el renacimiento de los nacionalismos y particularismos étnicos y religiosos. Reacción a la que podemos calificar de negativa, vemos que aparece especialmente en aquellas sociedades que presentan en principio serias dificultades estructurales para afrontar el proceso de reconversión del estado y de la sociedad que impone la actual modernización capitalista. Sin embargo, esta fragmentación de identidades, que en principio es más acuciante en Europa oriental, se yergue también amenazadoramente incluso sobre aquellas otras regiones que hoy parecen a salvo de un conflicto de este tipo, ya que, en realidad, el problema tiene un aspecto más genérico: si el centro único simbólico de poder, es decir, el estado se ha debilitado, ¿cómo asegurar un momento de unidad que permita entretejer los lazos sociales que aseguren la convivencia, teniendo en cuenta que quedan todas las particularidades al desnudo?
Por eso mismo, podemos decir que este nuevo escenario que se dibuja actualmente en el mundo encierra una fuerte paradoja, ya que paralelamente a este proceso de globalización, la característica más visible del mundo actual consiste en la constitución de identidades cada vez más restringidas que se relacionan por ello mismo de manera contradictoria con esta tendencia general a la mundialización. Esta tendencia a la globalización de la economía, la política y la cultura que se desarrolla hoy en el mundo actual exige, como es lógico, transformaciones correlativas tanto en el ámbito específicamente estatal como en las formas organizativas que se habían estructurado hasta ahora como instancias de mediación entre estado y sociedad.
Las nuevas formas de nacionalismo
Si nos remitimos en nuestro análisis a estas nuevas formas de nacionalismo que han surgido en el mundo y si tenemos en cuenta cómo se originaron estas experiencias, podemos decir en una primera aproximación que estos nacionalismos aparecieron en principio como una reacción a un proceso de empobrecimiento que atravesaba -y todavía atraviesa- fundamentalmente aquellas regiones. Dicho en otros términos, el rostro con el cual se han mostrado inicialmente las actuales concepciones nacionalistas ha sido este carácter reactivo, ya que estas concepciones se reactivaron en tanto que forma de limitación de un capitalismo salvaje que llevaba a destruir las estructuras políticas y sociales conocidas por la sociedad. Sin embargo, si tenemos en cuenta el tipo de transformaciones que están teniendo lugar en el mundo, vemos que, en realidad, esta apariencia con la que afloran encierra otra fuerte paradoja cuya resolución supone, por un lado, develar el verdadero rostro que encierran y, por el otro, manifestar las cuestiones fundamentales a las que, desde el análisis teórico debemos intentar dar respuesta, independientemente de las características que haya adquirido en cada sociedad concreta este estallido identitario.
Este elemento paradójico al que hacemos mención se refiere específicamente al hecho que mientras se acentúan en esos casos la primacía del estado como constructor de la nación -entendida ya en un sentido exclusivamente monoétnico o, en algunos casos, monoconfesional [2]-, desde el análisis de los condicionantes objetivos que inciden en la institución de las formas político-sociales, vemos que estas concepciones nacionalistas han perdido sus condiciones materiales de desarrollo. Por eso este tipo de respuesta, tal como se revela en la experiencia europea, no hace otra cosa que negar la política como instancia pacífica de resolución de conflictos, instalando peligrosamente la violencia en sociedades que al menos han reducido el espacio de conciliación necesario para asegurar la convivencia.
Ante los nuevos cambios producidos en el orden mundial, su planteo de organización societal, que tiende a definirse a partir de una absolutización de la diferencia, entra en franca contradicción, desde un punto de vista estructural, con el proceso mismo de globalización, que requiere al menos la licuación de los particularismos más excluyentes. En ese contexto, podemos catalogar al nacionalismo como un tipo de concepción que constituye una respuesta negativa, es decir, objetivamente contradictoria con el proceso de globalización. Incluso, se trata de una respuesta que tiende a retrasar el debate en torno a la redefinición de las funciones que le competen al estado en el marco del nuevo escenario mundial.
Sin embargo, afirmar esto no significa en ningún momento que tales concepciones hayan perdido totalmente su eficacia social como instancia de construcción de las identidades colectivas. Por el contrario, el resurgimiento que se ha producido supone necesariamente que ellas encierran alguna forma reconocida de validez. Dicho en otros términos, si bien las concepciones nacionalistas han perdido – o tienden a perder – las condiciones materiales de producción y desarrollo, no dejan de ser un intento por recuperar, al menos en el plano de lo imaginario, un espacio de supervivencia para un hombre individual que se diluye así en un yo colectivo. Pero, ¿qué significa concretamente esto?
Estado y Nación
Poder comprender el valor que encierran estas concepciones nacionalistas, más allá de haber perdido sus condiciones materiales de producción, requiere hacer una breve revisión sobre cómo se articularon en el mundo moderno las nociones de estado y nación. En tal sentido podemos decir que, en un primer momento del proceso de conformación de las estructuras políticas modernas, primero se instituyó el Estado-nación a partir de la unificación del mercado interno, por un lado, y de la concentración del poder en un único centro simbólico -el estado-, por el otro. Pero fue recién en el siglo XIX, con la reacción romántica, que se articularon las concepciones nacionalistas modernas. Tomando como base el concepto de Patria, que luego sería reemplazado por el de Nación, las concepciones nacionalistas favorecieron desde un inicio la construcción social de un tipo de percepción que, en definitiva, contribuyó a que los estados, particularmente aquéllos que arribaron tardíamente a la consolidación del capitalismo, conformaran un mercado interno a partir del cual se unificó el territorio bajo la égida de un solo estado.
En otros términos, la noción de Nación sirvió históricamente para dar un sentido de integración social en la construcción imaginaria de la realidad social. En ese sentido, las concepciones nacionalistas han sido en el mundo moderno las que más eficazmente han ofrecido al hombre concreto el principal anclaje -anclaje que supone en sí mismo una construcción imaginaria-, en principio aparentemente factible, con el mundo conocido. Se entabló así una relación entre Nación y Estado, relación que se articuló en forma plena a partir de la instrumentación de alguna variante del modelo keynesiano.
Ambos términos formaron así una unidad tanto conceptual como práctica, que se apoyó en un proyecto de ciudadanía estatal que promovía la incorporación de los trabajadores al estado. Pero para ello se requería la elaboración de una ideología policlasista, en la que las clases sociales no se vieran como antagónicas, para lo cual se apeló en las concepciones nacionalistas al concepto de ‘Patria’ que se constituía así en un momento de unidad ubicado en el estado, en el cual los distintos sectores se reconocían como partes de un mismo todo delimitado geográficamente por fronteras nacionales.
Se conformó así un tipo de identidad nacional a partir de la cual se produjeron las formas de legitimación y las instancias de cohesión social de una forma de organización que asignaba al estado un rol preponderante como dinamizador de la economía. Su resultado fue una simbiosis entre Estado y Nación, entendida esta última como el momento de unidad en el cual los clivajes sociales se diluían en un todo que adquiría una dimensión política al ser el vehiculizador de la forma organizacional de la sociedad. Sin embargo, la quiebra del estado keynesiano ha cuestionado este aspecto y, yendo más lejos aún, ha proyectado esta crisis a la noción misma de Estado-nación, ya en su forma más genérica, es decir, como forma ordenadora de las sociedades particulares.
Es ese mundo conocido el que parece hoy desvanecerse. Y su desaparición coloca salvajemente al hombre ante la perversión excluyente del mercado, sin posibilidad alguna de protección frente a él, abriéndose así el espacio para que se refuerce en el imaginario social la figura de un estado en principio ausente, es decir, de un estado protector y garante a la vez del desarrollo de las clases sociales. Por ello mismo, y a pesar de que es planteado desde el discurso político como ‘reacción’, la visión nacionalista se constituye, particularmente debido a los contenidos políticos-institucionales conservadores del Estado-Nación, en una respuesta negativa al proceso de globalización [3].
La articulación de la unidad y la diferencia
Catalogar a estas concepciones, en tanto que conservadoras de estructuras hoy en crisis, como negativas nos obliga a analizar cuál es el valor que asignan a la diferencia en la construcción del orden social y político, ya que desde su propia autolegitimación, se constituyen en revalorizadoras de aquélla. Pero si bien debemos reconocer que estas nuevas concepciones pusieron de manifiesto la existencia de la diferencia, ya que cuestionaron la unidad totalizadora de los Estados-naciones que los abarcaban, su misma forma de dar contenido al concepto de nación en torno al cual se articulan supone volver a producir una totalización, aunque esta vez sobre un universo menor.
En ese sentido, el concepto de Nación tal cual se constituye hacia su interior, presupone una concepción de la política que tiende a erradicar el conflicto entre quienes forman parte de ella, para localizarlo como agente externo, amenazador de la unidad. Dicho en otros términos, las diferencias propias de toda sociedad compleja son visualizadas como elementos disolventes de la vida en común, por lo que previamente deben ser erradicadas. Esto supone invertir el sentido con el cual se pretende introducir la noción de diferencia en el proceso de construcción de los órdenes político y social. En ese sentido, y no obstante la utilización de distintas argumentaciones, la propuesta de organización societal tiende a legitimarse a partir de un discurso que en realidad constituye la diferencia en línea de demarcación de la exclusión, fundando así su propio desarrollo en el presupuesto inicial de la indiferenciación.
Por el contrario, pensar la política en sociedades modernas fuertemente diferenciadas en su interior es reconocer que el conflicto es co-constitutivo de aquélla, razón por la cual las diferencias deben constituir un momento fundante sobre el cual se asienta la conciliación que construye la unidad. Por eso hoy se necesita entablar una relación diferente entre Estado y alguna instancia más abarcativa de construcción identitaria, llámese ésta Nación o de otra manera, que permita reconocer en su interior la diferencia. Se trata, en ese sentido, de un tipo de construcción que presupone siempre un equilibrio en sí mismo inestable. En ese sentido, no debemos olvidar que, si bien el conflicto, es decir, la diferencia, debe estar siempre presente en la construcción política, ésta, por tratarse de una instancia que regula el vivir en sociedad, requiere necesariamente de un momento igualador – es decir, de construcción de la unidad – que permita mantener el espacio de lo común a todos.
Este es el motivo por el cual es necesario explicitar en términos del debate cómo producir la integración social de los distintos sujetos manteniendo el principio moderno de igualdad para asegurar así una verdadera integración de la diferencia y no su disolución en una unidad totalizadora. En función de ello se requiere la conformación de un nuevo tipo de ciudadanía a través de la cual puedan constituirse y legitimarse las nuevas formas de organización que aseguren un nuevo espacio común de convivencia tanto para mí como para los otros iguales a mí en tanto que diferentes. Es en realidad este carácter altamente complejo de las sociedades modernas el que hace que la construcción de la Nación – entendida como una simple unidad sin diferencias, como aparece en los nacionalismos – presente siempre, en el momento de su concreción, una serie de dificultades que, incluso, terminan cuestionando la composición del mismo concepto. Y es allí donde se abre el espacio para introducir la represión como única forma posible de mantener una unidad indiferenciada abstracta hacia el interior del universo definido.
Plantear la diferencia en estos términos, es decir, como línea de demarcación de la exclusión, reactualiza necesariamente la guerra, aunque tan sólo sea potencialmente. Dicho en otros términos, coloca a los hombres ante la pérdida de su propia seguridad personal, enfrentádolos con un futuro incierto. Ante la irrealidad de una unidad indiferenciada se impone necesariamente la brutalidad de la fuerza que la intenta cincelar. Esto parte de concebir el conflicto como disolutorio de la política y, en última instancia, de los lazos comunitarios. Por ello se hace necesario garantizar aquellos mecanismos que permitan a la sociedad manifestar su propia conflictividad sin por ello atentar contra la integración social.
La desarticulación del concepto frontera
Si el problema ha quedado planteado en estos términos es porque la quiebra del modelo de estado exige una redefinición conceptual que suponga una nueva articulación del estado y de alguna forma de producir la integración simbólica de los sujetos, teniendo en cuenta la noción de diferencia como punto de partida y no únicamente de llegada. En este sentido es que decimos que hoy se ha producido un cuestionamiento de las bases teóricas del estado moderno. Dicho en otros términos, esto supone una carencia conceptual que dificulta la aprehensión teórica del momento actual, al mismo tiempo que numerosos conceptos, hasta ahora aceptados como presupuestos en torno a los cuales se ordenaba toda reflexión política, hoy pierden significado.
Por eso pensamos que no estamos frente a una crisis más del capitalismo, ya que los conceptos que objetivamente se han vaciado de contenido son aquéllos cuya delimitación permitieron lograr la construcción de estas estructuras estatales modernas. Si nuestro punto de partida debe ser el reconocimiento de la diferencia, dado que ésta ha aflorado de distinta manera en el marco de estas transformaciones que se vienen operando en el seno del estado y de la sociedad a partir del proceso de globalización y de reconversión capitalista, la reflexión en torno a los conceptos que habían permitido hasta ahora la constitución del estado es una instancia necesaria para pensar en un momento posible de resolución.
Ya al comenzar este trabajo planteamos cómo el alcance nacional de las jurisdicciones tradicionales se había debilitado en términos generales en todo el mundo, debido particularmente a la revolución tecnológica desarrollada por el capitalismo. Dicho en otros términos, esto no significa otra cosa que la pérdida de sentido del concepto de ‘soberanía nacional’, noción teórica que permitió conformar al estado moderno como centro exclusivo y excluyente de la violencia física legítima. Y fue desde este monopolio de la fuerza que el estado moderno llegó a anular, incluso mediante la represión, las diferencias minoritarias y por ello mismo periféricas al centro de poder.
Pero junto con la noción de ‘soberanía nacional’, también se puso en cuestión el concepto de frontera. En ese sentido, la frontera entendida en términos geográficos era la que permitía demarcar el territorio dentro del cual el Estado-nación ejercía efectivamente su poder y definía la categoría de connacional, es decir, de integrante de la nación, tal como lo había identificado el romanticismo. Esta territorialización del concepto de Nación demarcaba, así, los límites precisos dentro de los cuales el estado se había erigido en el exclusivo agente movilizador de esos lazos comunitarios, y en el garante final de la condición misma de connacional, al constituirse en la instancia determinante de los criterios finales de inclusión-exclusión. Dicho en otros términos, se definía en el orden de lo simbólico un límite en principio difuso que establecía un Nosotros en relación a un Otros que se le oponía.
La frontera no se planteaba ya como antaño únicamente en el orden de lo simbólico. Por el contrario, a partir de la unificación entre estado y nación, aquel orden se mostraba con rasgos de total materialidad al confundirse con el exclusivamente geográfico a partir de la instauración del estado como el marco político-institucional donde se objetivaba la Nación. De esta manera, el concepto de representación, en su sentido más genérico, también encontraba límites geográficos precisos que delimitaban el universo representado y colocaba en el ápice del estado a la figura del representante. Retomando, en ese sentido, a Michels, la noción de representación tendía a acentuar en el imaginario político de la sociedad el hecho que «el jefe de Estado descansa exclusivamente sobre la voluntad directa de la nación» (MICHELS,1973,II:19), ya que, a partir de la Revolución Francesa, el poder de quien dirige el estado se legitima por constituir la voluntad abstracta de aquélla.
Esta noción de representación encierra en nuestro análisis un valor fundamental, ya que constituye en última instancia una manera racional de integrar el conflicto en la política. Es decir que pensar en un momento de integración y articulación de la diferencia requiere en principio de alguna instancia de representación. Sin ella, no solamente el conflicto no se anula, sino que lo que no puede hacerse presente a través de otro, termina haciéndose presente por sí mismo sin instancia alguna de mediación. Dicho en otros términos, se trata de un concepto que permite diluir la virulencia del conflicto dando paso a la conciliación como instancia de resolución de las diferencias. Sin embargo, esta simplificación de la representación que se produjo al asimilarla a una voluntad nacional abstracta, tal como indicáramos más arriba, lejos de eliminar el conflicto, lo ignoró hasta que terminó traduciédose en términos de violencia, tal como lo presenciamos hoy.
Pero si bien entendemos que es a partir del concepto de representación que se puede articular un momento de unidad de la diferencia, esa instancia de representación no puede cortar verticalmente la sociedad, ya que así terminaría cristalizando la diferencia. Por el contrario, debería introducir un plano de horizontalidad que restituyera un tipo de igualdad entendida fundamentalmente no como social sino como igualdad política. Y es aquí donde la noción de frontera podría separar sus dos acepciones, inscriptas una en el orden de lo simbólico y la otra en el de lo material. En última instancia, la frontera material, geográfica que demarcaba el territorio sobre el cual el estado ejercía su poder, se va constituyendo cada vez más en obstáculo del proceso de globalización, paralelamente que el concepto de soberanía pierde sentido, al menos en la forma que se lo entendía hasta ahora. Sin embargo, ¿podríamos pensar la construcción de un universo común sin demarcar de alguna manera las inclusiones y las exclusiones?
Contestar afirmativamente a esta pregunta supondría aceptar que no existen diferencias entre las distintas propuestas de organización social, cosa que no creemos que sea así. En realidad estas inclusiones y exclusiones se deben construir a partir de la demarcación de una frontera simbólica que reactualice valores que articulen la convivencia entre las distintas particularidades existentes. En ese sentido, las sociedades en crisis se enfrentan hoy al problema de constituir nuevos sujetos políticos que trasciendan la noción de frontera, particularmente entendida en su sentido geográfico. Este concepto así entendido fue el que permitió delimitar las más importantes identidades existentes, es decir, las distintas identidades nacionales. Pero al producirse una identificación entre los límites geográficos y simbólicos en el reconocimiento del Nosotros, tendía, al menos potencialmente, a uniformar por la fuerza a quienes se localizaban dentro de un mismo territorio. Por ello, la contradicción conceptual que aflora en relación directa a los nacionalismos hoy emergentes es que, lejos de producirse un tipo de construcción ideológica que permita superar las limitantes fronteras nacionales, se acentúa un sentimiento nacionalista que, por el contrario, las fortifica y las hace todavía más excluyentes.
La construcción identitaria
Pero si bien estas formas de estallido identitario concentran hoy el debate en torno al problema de la diferencia, ya que encierran un grado mayor de conflictividad que amenaza, incluso, la constitución misma de la sociedad, su aparición no es más que un emergente que nos plantea problemas teóricos más generales. Esto significa que debemos caracterizar el proceso de mundialización para poder analizar en particular las tendencias atomizantes de diverso tipo que amenazan hoy la integridad de las unidades nacionales, más allá que los particularismos emergentes adquieran nombres diferentes. Todos estos conflictos, a los que caracterizaremos genéricamente como conflictos de identidad, no son más que la manifestación de la puja entre fracciones diferentes por ordenar la realidad social frente a los desafíos a los cuales los estados, en general, deben hoy responder. Estas nuevas cuestiones a las que toda sociedad debe hoy dar respuesta no son otras que
«- el de la apertura al mundo (encasillamiento de las estructuras de la globalización;
– el de la integración interna (modalidades de agregación y de interacción de los actores);
– el de la producción simbólica del lugar común (formación de la identidad colectiva).» (LARUE et LETOURNEAU:2)
No poder dar respuesta positiva, aunque más no sea mínimamente, a estas cuestiones rompe con toda posibilidad de conciliación de la diferencia y reactualiza el espacio para el desarrollo de estas formas de nacionalismo que, reivindicando lo distinto, se constituyen a partir de la indiferenciación. Pero este tipo de estallido identitario basado en las diferencias étnicas, religiosas y/o lingüísticas, aunque en ciertos casos dramático, no constituye el único tipo de manifestación del problema de las identidades. Como indica Rosenau,
«Si, efectivamente, las tendencias liberalizantes y las tendencias coaccionantes de la escena actual provienen inextricablemente de fuentes comunes, tal constante contribuirá a manifestar las sutilidades de la política mundial, de donde proviene la necesidad de recurrir a una lógica deductiva con el fin de analizar y de seguir la evolución de los procesos de globalización y de localización a niveles causales muy profundos, bajo diversas formas y en diferentes situaciones.» (ROSENAU:502)
Cotejar las distintas manifestaciones entre sí muy probablemente nos permitiría darle al problema una dimensión más acorde a las causas que lo determinan. Hoy aparecen aflorando identidades que muchas veces incluso no aparecían claramente explicitadas en la conciencia de los sujetos, y que si bien tendencialmente llevan a la fracturación, no necesariamente suponen un enfrentamiento total, es decir, una reducción de la política a guerra en sus términos más crudos. Es en estos casos generalmente en los que podemos ver más claramente que si bien las diferencias existen, éstas no se constituyen en problema sino en tanto que aparezcan tipificadas como tal. Esto significa que en todo caso se toman cuestiones que pueden estar latentes en la sociedad y se las estructura en un discurso que con cierta eficacia constituye las diferencias tipificadas en barreras infranqueables que fracturan la sociedad.
Por ello entendemos que se debe pensar el problema identitario en tanto que problema político, es decir, en tanto que instancia voluntaria y volitiva de construcción del vivir en sociedad, y en ese sentido se constituye en problema de poder, como indicáramos más arriba. Pero también, al ser resultado de la ruptura de las formas de organización propias del estado keynesiano, la constitución de tipos diferentes de identidad no necesariamente étnicas o religiosas debe ser considerado como problema político porque la existencia de una identidad colectiva permite conformar la integración social. Dicho en otros términos, el tipo de construcción identitaria logrado por un colectivo marcará el tipo de integración social, definiendo las solidaridades internas y las fronteras simbólicas que definirían las inclusiones y las exclusiones.
Todo proceso de construcción identitaria debe tender a generar un espacio de reflexión y de práctica donde se establecen los criterios que promueven la integración social, teniendo en cuenta los intereses diversos que atraviesan a toda sociedad. Y es en la intersección de las diferentes construcciones predominantes donde se producen los consensos o los disensos y, por consiguiente, donde se integra el conflicto a la política. Esto supone siempre un momento de elección o, dicho en otros términos, de decisión de aquellos criterios que establecen los límites por donde pasa el momento de integración, para lo que se deben producir en el orden de lo simbólico las formas necesarias que hagan visible ese espacio común. Por eso se requiere modificar, entre otras cosas, los códigos morales que regulan las sociedades actuales ya que, como sostiene Habermas, son «ingredientes de las imágenes del mundo que aseguran la identidad y cumplen un efectivo papel en la integración social» (HABERMAS,1973:27).
La cuestión no es en sí misma menor, como hemos ido señalando a lo largo del presente trabajo. Producir un tipo de construcción identitaria supone marcar una frontera imaginaria que define un Nosotros en relación a un Otros. Y según el contenido que se le asigne a estos dos universos, la construcción puede resultar integrativa o expulsiva.
«La relación de coincidencia entre las dos formas sociales de objetivación – el reconocimiento mutuo y el reconocimiento por los otros – significa la relación entre dos identidades colectivas que, dicho esquemáticamente, pueden ser pacíficas o conflictivas (conflictos entre identidades).» (RESENAU:502)
Dicho en otros términos, fuera de las fronteras que establecen los límites de la integración, se establecen las exclusiones, es decir, los espacios de marginación que, según los casos, pueden tener diversos contenidos. Pero si tenemos en cuenta que todo régimen, aún incluso el más abierto, produce siempre exclusiones, veremos que el problema aparece realmente cuando no se mantiene un acuerdo básico en cuanto a la conservación de un modelo democrático como instancia de resolución de conflictos. Es decir que, en el marco de la construcción de un nuevo tipo de identidad colectiva se debe haber aceptado en algún momento el régimen democrático como instancia de resolución de conflictos.
CONCLUSIÓN
A lo largo del presente trabajo hemos intentado reflexionar en torno a la forma en que las transformaciones que se operan en el seno del estado y de la economía a partir del proceso de globalización y de reconversión capitalista inciden en la construcción y mantenimiento de un orden político que asegure la convivencia pacífica en sociedades altamente complejas. Dadas estas transformaciones que han cambiado el escenario mundial, los estados se ven ante la necesidad de reformular las formas organizativas tanto de la misma estructura estatal como de la sociedad en su conjunto. En función de ello se debe lograr la constitución y la integración de nuevos sujetos políticos en el marco de la implementación de un nuevo orden político-económico.
Pero en este contexto, el primer dato que desde lo externo se nos presenta es el hecho que, contradictoriamente al proceso de globalización que se muestra como tendencia predominante a nivel mundial, tanto las dificultades objetivas para readaptar la sociedad a las nuevas exigencias de la reconversión capitalista, como las subjetivas, es decir, las que se refieren a la manera en que el sujeto conceptualiza su mundo circundante, han favorecido en muchos lugares un renacimiento de los particularismos, incentivados, incluso, por la aplicación de una lógica de mercado que, en última instancia, tiende a atomizar la sociedad.
Una consecuencia directa de esto es la pérdida objetiva de sentido como concepto político de la categoría de lo nacional, hecho que se hace más evidente particularmente en las grandes estructuras estaduales. Pero con ella entran en crisis otros conceptos como, por el ejemplo, el de frontera que, hasta ahora definía el territorio sobre el cual el estado ejercía el monopolio de la violencia física legítima. Decir esto supone que las sociedades en crisis se enfrentan hoy al problema de constituir nuevos sujetos políticos que trasciendan la noción de frontera, concepto que hasta ahora delimitaba las identidades existentes.
En ese sentido, la crisis del estado keynesiano no hace otra cosa que cuestionar profundamente los conceptos políticos fundamentales, ya que tanto la política como la economía a nivel mundial han adquirido ya o están adquiriendo a partir del proceso de globalización características totalmente distintas. Se trata de una conceptualización que al menos dificulta, si no vela, la aprehensión del mundo circundante, por corresponder a un modo organizacional distinto del espacio político. Por eso decimos que las características propias de la transformación hoy exigida por la restructuración capitalista plantean importantes desafíos para la constitución y para la integración de los nuevos sujetos políticos en el marco de la implementación de un nuevo orden político-económico.
Es necesario generar instancias distintas a las hasta ahora emergentes que permitan la producción de un nuevo mundo simbólico donde el conflicto que produce la quiebra de las identidades existentes se canalice de manera diferente. Se trata de pensar la diferencia como instancia de conflicto y, por ello mismo, como constitutiva de la politicidad. Pensar por el contrario su erradicación como presupuesto de unidad del todo social, lejos de asegurar la convivencia, instala la guerra anulando la política. Sin embargo, reconocer la diferencia como instancia necesaria para la articulación de una sociedad definida como compleja no puede tener como resultado su cristalización.
Para ello se requiere la construcción de instancias de mediación que articulen un plano de horizontalidad y que permita rearticular las identidades colectivas, particularmente teniendo en cuenta el estallido identitario que se ha producido paralelamente al proceso de globalización. En ese contexto, y producto de la crisis del estado-nación, la identidad construida a partir de los nacionalismos ha entrado en crisis porque se han perdido las bases materiales de su producción. Sin embargo, su persistencia denota el déficit teórico para producir una aprehensión del mundo circundante que permita producir un nuevo tipo de integración social.
Hasta ahora estos nacionalismos han pretendido constituir la diferencia como unidad sin diferencia hacia su interior y esto ha instalado la guerra como única instancia posible para asegurar esa unidad totalizadora. ¿Sería posible pensar otro tipo de identidad colectiva que no se constituya a partir del estado, eliminando así el riesgo de la represión como instancia final de consolidación de aquélla? Creemos que la respuesta no tiene por qué ser negativa. Sin embargo, lo que todavía no tiene respuesta es: ¿podría lograr ser tan eficaz como la identidad nacional para lograr la integración simbólica de los sujetos? Este es el mayor desafío al que nos enfrenta la crisis del modelo keynesiano como producto del proceso de globalización.
Notas
[1] – LARUE, Richard, «Identité politique et communication: formulation d’une problématique de la légitimation de l’état canadien», en JEWSIEWICKI, Bogumil et LETOURNEAU, Jocelyn, sous la direction de, Constructions identitaires: questionnements…, op. cit., p. 114.
[2] – Algunos autores tienden a calificar a estos nacionalismos que hoy afloran en el mundo como pre-estatales, es decir, como anteriores al estado moderno, ya que la constitución de la Nación se caracterizó originariamente por conformar identidades amplias que permitían superar las parcialidades étnicas, lingüísticas y religiosas que atravesaban la sociedad. En ese sentido, el mundo moderno, al articular la sociedad y el estado a partir del principio de igualdad natural, produjo una ampliación del espacio público que exigió, desde un punto de vista teórico, pensar aquellas instancias conceptuales que permitieran la inserción de todos los hombres en tanto que ciudadanos en el espacio público.
[3] – Si bien las formas más evidentes de estallido identitario lo constituyen los nacionalismos emergentes, esta quiebra de las identidades existentes también se da en los modelos neoconservadores que se aplican en los países atrasados. Estas formas, a diferencia de los nuevos nacionalismos, constituyen una forma de respuesta positiva en relación al proceso de reconversión capitalista, ya que se plantean arribar a una modernización de las estructuras políticas y sociales funcional al proceso de reconversión capitalista. Pero desde un punto de vista teórico, estas concepciones continúan manteniendo en el discurso estructuras conceptuales deudoras de la noción de Estado-nación, llegando, incluso, como en el caso del menemismo, a asentarse directamente sobre un substrato ideológico fuertemente deudor del nacionalismo.
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