Lic. María de los Ángeles Yannuzzi[1]
Resumen
Las transformaciones propias de la globalización desafían hoy tanto a la práctica como a la teoría políticas. En primer lugar, porque la crisis del estado keynesiano ha llevado a cuestionar los conceptos y categorías teóricas a partir de las cuales se ha conformado estado y sociedad durante el siglo XX. Pero en segundo lugar, porque se han vuelto a manifestar las contradicciones sobre las cuales se ha desarrollado modernamente la teoría política. Esta es la razón por la que encontramos muchas similitudes entre el tipo de argumentación empleada por los teóricos de principios del siglo XX y la usada hoy en día. Tanto entonces como ahora afloraron cuestiones, entre otras, relacionadas con la legitimidad, la igualdad y la diferencia, la integración política y el rol de las creencias. Pero el énfasis puesto en la racionalidad instrumental como el único modo de lograr la eficiencia llevó a una matematización de la política del siglo XX. Así, la política fue asimilada a una guerra de posición en la que el estado era la última trinchera, mientras el hombre común perdía espacios de libertad y, con ella, su propia autonomía. Pero no obstante que este tipo de soluciones ha sido fuertemente cuestionada últimamente debido al afloramiento de la diferencia, la ausencia de un debate más profundo acerca de estas cuestiones teóricas nos pone ante el riesgo de caer nuevamente en una solución tecnocrática.
Abstract:
Transformations due to globalization challenge nowadays both political theory and practice. First of all, because the crisis of the Keynesian State has questioned theoretical concepts and categories through which State and society have been built during the XXth Century, but secondly, because the contradictions on which modern political theory has been developed are also exposed. This is the reason why we can find certain similarities in the kind of arguments given by early XXth century-theoreticians and the ones given nowadays. Then and now thinkers dealt with similar kind of issues, such as legitimacy, equality and difference, social and political integration, the role of believes in politics, among others. But the accent put on an instrumental rationality as the only way to achieve efficiency translated XXth century-politics to mere mathematical terms. Thus, politics was assimilated to a war of positions, where the state was the last conquest to be made; at the same time that common man loses his own autonomy and freedom. But notwithstanding this kind of solution has lately been strongly questioned by the emergence of difference, the lack of a deeper debate about these theoretical issues makes us run the risk of falling again on a technocratic solution.
INTRODUCCIÓN
Las transformaciones propias de la globalización desafían hoy tanto a la práctica como a la teoría políticas. En ese sentido, no solamente se ha puesto en crisis la forma misma de estado keynesiano, sino que con ella también han entrado en crisis las instituciones y las formas organizativas que han caracterizado hasta ahora a este tipo de estado, quebrándose incluso las estructuras simbólicas e imaginarias que daban sentido al mundo circundante. Esto ha llevado a producir un divorcio en la significación entre el hombre y el mundo concreto que lo rodea, divorcio que al revertir sobre la teoría, le hace perder toda fuerza explicativa. Es por ello que las transformaciones operadas hoy en el mundo requieren instrumentar cambios que excedan lo meramente organizacional, ya que dada la envergadura de la crisis, se hace necesario articular una forma distinta de percibir y de ordenar la sociedad en general y el mundo de la política en particular. Si hoy las teorías parecen agotadas y no encontramos un suficiente soporte para poder dar cuenta de los problemas concretos que se nos presentan es porque, en primer lugar, la crisis del estado keynesiano ha cuestionado los conceptos y las categorías teóricas con las que se construyeron el estado y la sociedad propios del siglo XX. Y en ese sentido parafraseando a Beck, “(u)n diccionario completo político y social envejeció súbitamente y tiene que ser reescrito” (BECK:16). Pero, en segundo lugar, porque además se han hecho evidentes las contradicciones sobre las cuales se articuló la política en la Modernidad. Es esta forma particular de ordenar el mundo de la política el que ha entrado también en crisis, poniendo nuevamente en evidencia los aspectos irresueltos de la política moderna.
Mal podría entonces comprenderse la actual crisis de la política si no la pensáramos inserta en un marco teórico-conceptual más vasto, ya que los lineamientos sobre los cuales se asienta la cuestión se establecieron en realidad en la Modernidad y se reformularon posteriormente con el advenimiento de la sociedad de masas. Se trata en ese sentido, de una asignatura a nuestro juicio todavía pendiente, ya que fue durante este último período que las contradicciones de la política moderna irrumpieron abiertamente por primera vez. Por eso si comparamos el debate que se ha instalado en la sociedad hacia este fin de siglo con aquél que se dio entonces, podremos encontrar una gran similitud entre las cuestiones que se planteaban entonces y las que se plantean hoy, producto ahora de la globalización. Tanto entonces como ahora afloraron cuestiones, entre otras, relacionadas con la legitimidad, la integración política, la igualdad y la inserción de la diferencia. Quizás baste para ello simplemente recordar, a título de ejemplo, las palabras que Robert Michels escribiera en 1911 en su Introducción a Los partidos políticos:
“El llamado ‘principio de nacionalidad’ ha sido esgrimido para resolver los problemas raciales y lingüísticos que han venido amenazando continuamente a Europa con la guerra, y a la mayor parte de los estados independientes, con revoluciones. En la esfera económica, el problema social amenaza la paz del mundo de manera más grave que las propias cuestiones de nacionalidad, y el ‘derecho del trabajador al producto total de su trabajo’ ha llegado a ser la voz de orden. Por último el principio del autogobierna, piedra fundamental de la democracia, ya es considerado como la solución del problema de la nacionalidad, pues este principio supone, en la práctica, aceptar la idea de gobierno popular.” (MICHELS,I:7)
Sin embargo, cierto es que no podríamos decir plenamente que lo que se produce hoy sea una mera repetición de cuestiones ya tratadas. Y no podría ser así por el simple hecho que lo que ha entrado en crisis hoy ha sido la manera particular en que nuestro siglo arbitró las soluciones específicas a los problemas que presentaba la articulación de la democracia de masas. De todas formas, esta recurrencia temática sí nos muestra que dichos problemas no fueron realmente solucionados, o si lo preferimos, que la crisis del estado keynesiano ha cuestionado las soluciones que se arbitraron originariamente, haciéndonos volver desde un punto de vista teórico, a una situación similar a aquel momento inicial. Es en este sentido que entendemos, los enunciados teóricos formulados en las primeras décadas del siglo XX siguen siendo relevantes para nosotros, ya que constituyen todavía un aporte significativo además de necesario, para la comprensión de nuestra propia problemática presente. La conformación de la sociedad de masas definió en ese sentido una serie de cuestiones que descubiertas en los primeros años del siglo, requieren ser tenidas en cuenta hoy, ya que la ausencia de debate en este plano nos coloca paradójicamente ante el riesgo de reproducir las mismas soluciones que aparecen seriamente cuestionadas hoy. Es por ello que se hace necesaria una revisión del andamiaje conceptual con el cual nos manejamos habitualmente en la reflexión política, determinando sus posibles límites y alcances. En este contexto se inscribe así nuestro trabajo que pretende revisar algunos de los aspectos teóricos más importantes en un intento por lograr una mejor comprensión de nuestra propia problemática presente.
LOS EFECTOS DE LA ORGANIZACION
Como señala Habermas, la marca distintiva de la Modernidad sobre todo si lo consideramos desde un punto de vista político, se ubica en la realización del ideal igualitario. Y el advenimiento de la sociedad de masas constituye el momento en el cual el principio igualitario se expande en la sociedad entera, incorporando a todos los hombres al régimen político. Pero la irrupción del gran número planteó serios problemas al andamiaje teórico-conceptual de la Modernidad, ya que en la forma misma de pensar la teoría política moderna se instalaron algunas contradicciones que es preciso analizar, debido a que se refieren a cuestiones que en última instancia, afectan directamente la constitución del espacio público. En ese sentido, mientras la articulación plena del principio de igualdad llevó a la incorporación de todos los hombres al régimen político, la democratización de la política, paradójicamente no hizo más que agravar la dificultad que el hombre común encontraba ya en el contexto de la Modernidad para insertar su voz en el espacio público. Por eso, al mismo tiempo que por un lado el sufragio universal amplió el espacio público al punto de politizar todos los asuntos de la sociedad (SCHMITT:1984:19/20), la necesidad de convocar y movilizar a grandes números de ciudadanos originó por el otro, un proceso de especialización en las funciones políticas que a su vez generó nuevos planos de diferenciación en la política, esta vez en los niveles de compromiso y de participación de los sujetos políticos individuales. Es decir que en lugar de estrecharse, se profundizó el hiato instituido en la Modernidad entre estado y sociedad.
Cierto es que ello no constituía un problema enteramente nuevo. La imposibilidad en muchos casos de producir una relación inmediata entre estado y ciudadano ya había obligado desde la teoría a articular en los inicios mismos de la Modernidad el concepto de representación que. Sin embargo durante la etapa liberal, con una sociedad política más acotada, el concepto se pudo articular de forma mucho más directa de lo que sucedía en el contexto de una sociedad masificada. En ese sentido, con la incorporación de las masas se plantearon dos problemas que en definitiva, transformaban profunda y definitivamente el campo de la política. En primer lugar, y desde el punto de vista del hombre común, se debía resolver cómo hacer para que el ciudadano pudiera efectivamente tener una doxa pública. Este era un requerimiento necesario del proceso de representación que se producía ahora sobre una base mayor. En segundo lugar, desde el punto de vista de la dirigencia política, el problema era cómo lograr movilizar efectivamente a esa gran masa de ciudadanos que se habían incorporado a la política a los efectos de asegurar la legitimidad del poder. La organización se pensó así como la solución que permitiría al ciudadano común abandonar su mundo privado e insertar su voz en el espacio público. Pero de esta forma se modificaron las condiciones del espacio público, ya que se introdujo un nuevo plano de intermediación, esta vez representado por un cuerpo colectivo que se interpuso entre el ciudadano, los representantes y el estado.
La organización se erigió así en el nuevo sujeto político, esta vez colectivo, verdadero articulador de la palabra pública y por ello mismo, del debate político que por consiguiente, tiende de allí en más a homogeneizarse. Esto hace que la organización adquiera una entidad propia que la lleva a generar sus propios intereses no siempre coincidentes con los del ciudadano individual o, incluso, con los de sus propios miembros rasos. Tal como enunciaran por primera vez autores como Mosca, Pareto, Michels e, incluso, el mismo Weber, toda organización, si bien fundada sobre el principio democrático, termina constituyendo como general el interés particular colectivo de sus propios líderes, interés que los termina incluso alejando del mismo objetivo primordial para el cual se instituyó inicialmente la organización. Nos encontramos así ante un verdadero dilema. Si bien sin organización la participación del hombre común se diluye, ya que su voz queda como mera doxa privada, con ella, toda construcción de poder que se realice en su seno termina a la larga negando el espacio democrático de la mayoría. Como señalaba Michels, por ejemplo,
“(e)l principio de organización es condición absolutamente esencial para la lucha política de las masas. Sin embargo, este principio de organización, políticamente necesario, aunque conjunta la desorganización de fuerzas que hubiera favorecido al adversario, trae consigo otro peligro: salimos de Scila solo para caer en Caribdis – salimos de las llamas para caer en las brasas -. En realidad la organización es el manantial desde donde parten las corrientes conservadoras que riegan la llanura de la democracia.” (MICHELS,I,1983:68)
Esto significa que es inherente a la misma lógica de la organización el consolidar como general el interés particular propio de una minoría, al ser ésta mucho más eficaz en la consecución de sus propios fines, para lo cual completando un círculo perverso, necesitan consolidar todavía más la organización. Este es el momento en el que se transforma realmente la política, ya que no son más los ciudadanos individuales los verdaderos actores que debaten e intercambian entre sí. Por el contrario, ahora son las distintas organizaciones las que simplemente pujan por conquistar un espacio de poder que les permita lograr la consecución de sus propios fines. De esta forma, la argumentación – elemento fundante de todo debate entendido como intercambio de ideas entre iguales -, no sólo pierde sentido como una práctica destinada a convencer. Más grave aún, se opera además una clara reducción de la política a guerra, reducción que termina convirtiendo a estas organizaciones en verdaderos aparatos que desarrollan, tanto hacia su interior como en su relación con el estado y con las demás organizaciones, una concepción de poder suma 0.
Vemos así que la masificación de la sociedad, al anular la individualidad, redujo la política a meras relaciones de poder entendidas de la forma más cruda. Consecuentemente el estado pasó a concebirse como una trinchera que se debía conquistar, retroalimentando de esta forma la necesidad de construir organizaciones férreas, estructuradas piramidalmente como medio eficaz para la consecución de tal fin. Esto lleva tendencialmente a privilegiar una estrategia pura de poder que demuestra su eficacia sólo en la medida en que los distintos agrupamientos, ya organizados, consiguen los mejores posicionamientos en torno a aquél. Se acentúa así el desarrollo de una voluntad de poderío que tiende a separarse de la argumentación racional, justificatoria del poder más allá de los posibles beneficios concretos, reales o imaginarios, a lograr. Pero el riesgo que aparece ahora es que la política, articulada originariamente como el lugar en el cual se realiza el interés general, se convierta en la escenificación necesaria para lograr la consecución de fines, esta vez egoístas, que deben imponerse necesariamente como comunes.
CREENCIAS Y POLITICA
Masas y organización reactualizaron así uno de los problemas más importantes para la política moderna: el de la legitimidad. Al partir del principio de la igualdad natural de los hombres, ahora se hace necesario justificar el poder de la autoridad, es decir del estado. A partir de la Modernidad la pregunta ¿por qué obedecemos? requiere de una argumentación racional que permita explicar la obediencia. Sin embargo esta es una pregunta que de aquí en más, atraviesa necesariamente todo régimen político, sólo aflora toda vez que se produce una quiebra de la forma de estado vigente. Es decir que el problema se hace evidente sólo en los momentos de crisis, tales como la que se produjo con la quiebra del estado liberal o, como la que ocurre ahora, con la quiebra del estado keynesiano. Pero si bien su respuesta en términos generales ya fue dada por el contractualismo – obedecemos porque consentimos -, la manera de construir el estado en la Modernidad llevó a mantener, en principio veladamente, un aspecto que explícitamente se pretendió superar. En ese sentido, la Ilustración pensó que todos los hombres podían acceder a la razón, haciendo así posible al menos teóricamente, una construcción racional de la política. “Para esta ilustración no se requiere más que una cosa, libertad; y la más inocente entre todas las que llevan ese nombre, a saber: libertad de hacer uso público de su razón íntegramente” (KANT,1979:28).
Esto lleva a pensar la política como un campo de acción en el cual se construye racionalmente la verdad, campo que por ello mismo, reconoce alternativas claramente limitadas por esa misma razón que liberaba al hombre del autoengaño. De esta forma, ciencia y política coinciden al excluir lo que genéricamente identificaremos como lo ‘no-racional’, ignorando así que responder a la pregunta ‘¿por qué obedecemos?’ siempre valora en su respuesta el nivel de creencias – es decir, aquello que ha quedado excluido – como substrato sobre el cual se asienta, en todo caso, alguna forma de racionalidad. No es casual entonces que la ciencia positivista, exponente del criterio de racionalidad acuñado en el siglo XVII, entrara también en crisis por no poder dar cuenta de una serie de fenómenos que afloraron con la conformación de la sociedad de masas. El positivismo, tal como se había desarrollado a lo largo del siglo XIX, no podía explicar las creencias, los mitos, el sentimiento religioso que todavía sobrevivían renovados en la Modernidad. Entendidos simplistamente como propios de un estadio inferior de civilización, tan sólo se los podía catalogar desde el positivismo como formas falsas de conocimiento. Esto era consecuente, por cierto, con la búsqueda de la certeza que había establecido el siglo XVII que llevó a que la Razón estuviera aliada a una total desconfianza a las emociones – portadoras por definición de la incertidumbre -, por ser éstas simples distorsionadoras de todo aquello que se relaciona con la tarea del conocer.
Es en este contexto que podemos entender la crítica de Weber; crítica que guarda todavía, a nuestro juicio, total vigencia: la mera razón, tal como pretendía el Iluminismo, no constituye en sí misma un elemento liberador. En parte esto ya había sido señalado por Rousseau, agudo crítico de su propia época y el mismo un proto-romántico, quien sostenía que una sociedad política, un estado, tenían que fundarse en el sentimiento, en la creencia, y no únicamente en la razón. Sin embargo fue recién la teoría socio-política de principios de siglo XX la que frente a los profundos cambios que se producían en aquel momento, llegó a la conclusión que las acciones de los hombres, entre las que podemos destacar las acciones políticas, se asientan siempre sobre un nivel al que llamaremos genéricamente el de las creencias. Esto significa que la política y particularmente la política de masas, necesita movilizar los sentimientos, distinguiendo así dos formas distintas de actuar que resultan además inconmensurables. Por eso, contrariamente al supuesto sobre el cual se articuló la ciencia moderna, es primariamente a través del sentimiento, de la emoción, y no del mero cálculo racional, que los hombres operan sus definiciones en la práctica política concreta. Con ello se demostró así de manera explícita que un orden articulado exclusivamente sobre la base de una racionalidad de fines “es mucho más frágil comparado con aquel orden que aparezca con el prestigio de ser obligatorio y modelo, es decir, con el prestigio de la legitimidad” (GIDDENS:25/6).
Esto produjo una primera diferenciación entre conocimiento científico y el tipo de conocimiento requerido por la política, ya que la ciencia busca la verdad – y ésta en todo caso está reservada a aquéllos que operan por la razón -, mientras que la política asegura el fundamento mismo del poder, no a partir de la concreción de la verdad sino a partir del efecto de movilización que permite legitimar el poder de la autoridad en una sociedad que se ha hecho altamente compleja. Ciencia y política persiguen así propósitos diferentes y por ello mismo, cada una desarrolla una práctica propia y específica en función de sus lógicas por definición distintas. En última instancia lo político es más bien el terreno de lo verosímil, por lo que necesita siempre apelar al terreno de lo imaginario. Sin embargo estas construcciones imaginarias tiende a autonomizarse cada vez más de la realidad que las motiva, por lo que la eficacia social de la política pasa a medirse fundamentalmente por su habilidad para construir imágenes efectistas que validen el poder y que permitan de esta forma suturar en ese plano el hiato estado-sociedad sobre el cual se articuló la política moderna. Entramos así en un franco terreno de incertidumbre que hace evidente por ello mismo la contradicción que se genera en este plano entre avance científico y sociedad de masas. Esto significa que el progreso del conocimiento científico, por definición racional, no revierte en proporción directa sobre el progreso de la política. Si el objetivo de la ciencia es el descubrimiento de la verdad, el objetivo de la política como instancia de legitimación de la dominación en sentido weberiano, es el ser eficaz en la movilización de las creencias para asegurar pacíficamente la relación mando-obediencia.
LA MUERTE DEL SUJETO AUTONOMO
Los principios de igualdad y libertad naturales sobre los que se asienta teóricamente el estado moderno presuponen necesariamente un sujeto universal autónomo, es decir un ciudadano desarmado, concebido como individualidad abstracta, universal y atemporal que confía su seguridad personal al estado. Este es el nuevo sujeto de la política al que la teoría contractualista le exige una participación voluntaria en lo público. De esta forma, el ciudadano es construido como voluntad libre y autónoma tal como Kant terminaría de darle forma teórica coronando así la teoría del contrato. Como ya indicáramos, el Iluminismo confiaba en que mediante la razón el hombre saldría de la época de oscurantismo que lo mantuvo esclavo de los mitos. “La ilustración es la liberación del hombre de su culpable incapacidad” (KANT,1979:25), nos dice Kant. O tal como él mismo lo expresa, es la mayoría de edad del hombre. Sólo era una cuestión de tiempo y de educación el que los hombres llegaran a su adultez, es decir a la edad de la razón. “Atrévete a saber” significaba para Kant salir de la minoría de edad. Era atreverse a saber por sí mismo. Con ello lo que se planteaba era la eliminación de toda autoridad externa, es decir de toda heteronomía. Pero esto supone a su vez la necesidad de la crítica. Esta actitud crítica, presupuesta ya en la condición misma del sujeto autónomo, es la que permite en el caso concreto de la política, establecer una forma de autocontrol teniendo en cuenta que el origen del poder ya no se encuentra ni en la naturaleza ni en Dios sino que reside en los hombres mismos.
El sujeto autónomo era así un ser dueño de sí mismo y de su propia vida que podía decidir por sí apelando a una logicidad que se suponía universalmente compartida. Esta noción de autonomía que se articula en la Modernidad significa desde un punto de vista político que los hombres se dan a sí mismos el nomos, es decir la propia ley, garantizando así el progreso de la ciencia, la moral y la política. Desde el punto de vista de la ética Kant le impone dos imperativos que debe asumir el hombre moderno: la propia perfección y la búsqueda de la felicidad del otro. Es decir que se trata de un individuo que se impone los dos sentimientos originarios de los hablaba Rousseau en El discurso sobre el origen de las desigualdades – el amor de sí y la piedad -, pero ya transformados a partir de la entrada del hombre en la sociedad. De esta forma se reconocen los límites de la razón que aparece así autolimitada a partir de su propio movimiento. Esta función de autocontrol es la que cumplía el debate en la esfera pública ya que permitía someter a revisión lo ya decidido. Esta forma de concebir la razón en la política es la que se realiza plenamente en lo que dio en llamarse el parlamentarismo, régimen en el que la argumentación entendida como forma de convencer y de arribar a la verdad tiene un peso fundamental.
Pero el advenimiento de la sociedad de masas, como hemos intentado mostrar, modificó todo esto. Si hay algo de lo que se lamentan los distintos autores de principios de siglo es de la pérdida de la argumentación, dando a entender así que el espacio público no se instituye ya como control de la racionalidad ni como instancia de búsqueda de la verdad. Esta falta de argumentación reconoce como origen la aparición en el espacio público de un nuevo tipo de sujeto político que no define su práctica concreta apelando a la misma logicidad del ciudadano liberal. Por el contrario, se trata de un sujeto que tal como analizáramos, se moviliza fundamentalmente a partir de las emociones y que además se subordina a la organización. Es decir que los cambios producidos por la inserción de las masas al estado cuestionaron directamente, desde un punto de vista filosófico, los conceptos de sujeto, razón y autonomía tal como habían sido elaborados desde Kant. “¡Ten el valor de servirte de tu propia razón!: he aquí el lema de la ilustración” (KANT,1979:25). Así describía Kant el rasgo de autonomía que debía caracterizar al hombre moderno. En última instancia la Modernidad había depositado en la razón su ideal emancipatorio ya que era a través de ella que el hombre podría liberarse de todo tipo de dominación. Pero esta noción de sujeto autónomo fue en realidad desapareciendo al mismo tiempo que se desarrollaba la sociedad de masas. Con la mediación de la organización, el hombre individual caía en un nuevo tipo de heteronomía al imponerse lo colectivo por sobre toda particularidad llegando incluso a anularla.
Esta era una consecuencia necesaria de la organización que de esta forma, cumple en el espacio público una doble función en sí misma contradictoria ya que la organización librada a sí misma revierte indefectiblemente, como señala Weber, contra los espacios de libertad en la sociedad. Creada en principio como recurso técnico para amplificar la voz del hombre común haciendo llegar sus propuestas y demandas concretas al estado al hacer que la voz del ciudadano individual salga de una privacidad por definición despolitizada y se inserte, si bien modificada en el espacio político al contribuir a la conformación de la opinión pública, la organización se instituye como una primera instancia de articulación entre lo particular y lo general, por lo que al hacer que distintas doxas individuales se identifiquen en una misma opinión colectiva, contribuye sí a construir el espacio de lo común, homogeneizándolo. Pero en este contexto de anulación y de expulsión de la diversidad, propio del predomino de la lógica burocrática de la organización, la igualación que se logra entre los individuos termina siendo sólo uniformidad y por consiguiente, pérdida de identidad individual. En función de ello, la relación con el ciudadano ya no puede ser personalizada y por consiguiente, no puede estructurarse en términos de la racionalidad concebida en los siglos XVII y XVIII. Por el contrario, estas instancias colectivas de mediación provocan, ya con su misma presencia, un mayor distanciamiento entre el ciudadano común y el estado al interferir directamente en esta relación. Freud, figura central de la crítica psicológica elaborada durante las primeras décadas del siglo XX al igual que la mayoría de los autores del período, critica este sujeto propio de una sociedad que ha extendido el principio de igualdad natural a todos los órdenes, ya que lo que en realidad se ha instrumentado es un hombre-masa que ha perdido todo rasgo de autonomía. Por eso la racionalización de la política que se produce en este contexto, lleva necesariamente a la instrumentación de una racionalidad meramente formal entendida como la única manera de asegurar la gobernabilidad. Este es entonces el único progreso posible en la sociedad de masas, negando de esta forma el progreso de la Humanidad hacia lo mejor, tal como pretendiera inicialmente el Iluminismo.
RAZON INSTRUMENTAL
¿Cómo se operó este pasaje de una racionalidad sustantiva a una instrumental? Tal como señala Toulmin, a partir del siglo XVII la búsqueda de la certeza hizo que se entendiera “la historia de la Modernidad como la marcha hacia adelante de la racionalidad humana” (TOULMIN:174). Esta es una premisa asumida por Weber por ejemplo, cuando desarrolla su concepto de racionalización. Sin embargo con las nuevas condiciones sociales y políticas se trata ya de un concepto vacío ya que no estamos refiriéndonos a la racionalidad del sujeto autónomo moderno, sino a la propia del hombre-masa que ha caído en una nueva forma de heteronomía determinada ahora por la organización. En tanto que recurso técnico, la organización logró con eficacia satisfacer las demandas en el espacio público al mismo tiempo que controlaba la impredictibilidad de las masas. Es aquí donde vemos cómo esa racionalidad “se volvió para esconder ambigüedades y confusiones” (Ídem:174), anulando así una racionalidad sustantiva al absolutizar la racionalidad instrumental que de esta forma se autonomizó y se volvió contra el mismo hombre. La democratización de la sociedad entabla así una relación contradictoria con la organización, ya que mientras aquélla politiza todos los asuntos en la sociedad cuestionando la unidad política, debido al consecuente estallido de las emociones que esto trae aparejado, la organización, en nombre de la eficiencia, neutraliza ese aspecto anterior despolitizando los conflictos sociales, es decir reduciendo los problemas prácticos a mera cuestiones técnicas. Se trata de una paradoja que por el alto grado de inestabilidad que en sí misma conlleva requiere forzosamente que el estado – la organización por excelencia en toda sociedad moderna – asegure estos espacios de neutralización mediante su poder de sanción. Dicho en otros términos, poder controlar eficazmente esta impredictibilidad de las masas hizo que los estados del siglo XX adquirieran una capacidad represiva mayor que la anteriormente reconocida al estado liberal. Así, disciplina, control, estabilidad se constituyeron en los objetivos principales de toda organización y en particular del estado.
Desde el punto de vista de la política Weber fue quien sistematizó este proceso de racionalización que se produjo alrededor del estado moderno y más concretamente, del estado del siglo XX. Esta racionalización de la que habla Weber y que debe ser entendida en términos de burocratización, se constituye así en la instancia necesaria para recuperar la certeza logrando así la eficacia en los planos político y social, particularmente si pensamos en la necesidad de satisfacer las demandas del gran número como ocurre en toda sociedad de masas. Pero la racionalidad se reduce entonces a simple matematización, tendencia ya subyacente en la forma misma en que el siglo XIX había concebido la política ya que concebirla como racional y científica supone siempre en última instancia, que sea de alguna manera medible y por ende deshumanizada. Esta es en principio, la conclusión a la que llega claramente la ciencia social positivista, por ejemplo con Comte. Es decir que la autonomización de la razón parece derivarse de una concepción positivista decimonónica de ciencia aplicada a su vez en un contexto histórico que, como el de la sociedad de masas, lleva a privilegiar lo colectivo por sobre toda individualidad. Vemos así un movimiento que intenta recuperar la certeza asociada a la noción de eficiencia.
Esto se tradujo en el terreno de lo político en la disociación de la instancia de legitimación del poder – instancia que se desarrolla en un terreno de incertidumbre -, de aquellas otras que construyen la eficacia en torno al problema de la satisfacción de las demandas – correspondiendo estas últimas al estado y a la organización -. Pero de esta forma se cambia el ideal iluminista de la libertad como fin al cual tender por el de la autoconservación del aparato estatal. Control y disciplinamiento terminan así constituyéndose en condición necesaria para lograr la eficacia, valor sobre el que se articula a partir de ahora la gobernabilidad. Es decir que a la razón propia del siglo XVII se le agregaría más tarde “la ecuación de ‘racionalidad’ y eficiencia de los economistas por ejemplo y la visión de Max Weber de una ‘racionalización’ de las instituciones sociales”, por lo que todas las cuestiones que ahora se presentaban eran pasibles “de mediciones racionales, objetivas y preferentemente cuantitativas” (TOULMIN:200). En el estado keynesiano que ha caracterizado a los distintos regímenes políticos del siglo XX, este proceso de racionalización se tradujo en la planificación de la economía, la conformación de la justicia como aparato burocrático del estado y el crecimiento de la burocracia del estado como forma de satisfacer eficientemente las demandas, proceso que se da paralelamente en la sociedad y que se traduce en la conformación formas distintas de organización (partidos políticos modernos, sindicatos, etc.).
En este contexto las distintas formas de organización que afloraron en la sociedad política y en la civil del siglo XX, conjuntamente con el estado, se erigieron en los espacios en los que en distintos niveles, se conformaban la cohesión social y las identidades sociales y políticas bajo el abrigo general del estado. Es decir que la organización constituye la técnica necesaria para recuperar la certeza en la política, constriñendo así la incertidumbre que había incorporado el comportamiento de las masas. Paradójicamente, esta humanización que había comenzado a aflorar a partir del reconocimiento de las emociones, terminaba negando al hombre al restituir la certeza colocando así por encima de él el aparato de la organización. Pero con ello se modificó el sentido del ideal de progreso tal como lo había elaborado el Iluminismo. Ya no hay progreso de la humanidad hacia la razón, como lo confirmaba el comportamiento de las masas, sino que el progreso ilimitado era sólo posible en el sentido específicamente técnico y económico, por lo que el orden político progresa en la medida en que pueda ser eficaz en la satisfacción de las necesidades de los subordinados que son todos los miembros de la sociedad. De esta forma, la eficiencia se convierte en el principal valor en torno al cual se construye la noción de gobernabilidad. Y como para ello se requiere de organización, es decir de la realización de un cálculo racional para optimizar los recursos existentes, la política se convierte en un mero problema técnico. Pero con ello, no solamente se optimizan los recursos existentes, sino que además, se estimula el desarrollo de la burocracia, “el tipo más racional, desde un punto de vista formal y técnico”. Pero aun cuando “las necesidades de la administración de las masas (de las personas y de las cosas) la hace completamente indispensable” (WEBER,1992:178), la burocratización constituye debido a su falta de ambigüedad y a su búsqueda de la precisión, la muerte lisa y llana de la política y, más aun, la pérdida de libertad del hombre.
Por eso Weber aún considerando indispensable a la administración burocrática en el contexto de una sociedad de masas, corona el progreso de la racionalidad – es decir de la burocracia – con un liderazgo carismático rutinizado, categoría a partir de la cual recupera el espacio de la política al ser la que introduce los elementos en ese sentido no-racionales que le son propios. Weber desarrolló esta categoría de carisma tomada del vocabulario religioso como la única posibilidad, limitada por cierto, de mantener incluso algún resquicio de libertad en la sociedad. Pero esta es también la categoría que mantiene en los regímenes políticos del siglo XX, la noción de riesgo implícita en la resolución de la paradoja enunciada más arriba. Por definición autoritaria Weber se inclina por un carisma rutinizado antiautoritariamente como forma de resguardar por un lado, los resquicios de libertad y de asegurar por el otro, bases firmes sobre las cuales asentar el poder del estado en las sociedades masificadas. Al igual que un Gladstone, en el caso de la Inglaterra decimonónica, o de la figura presidencial en el caso del sistema político de Estados Unidos – ejemplos ambos sobre los que básicamente construye esta forma de rutinización -, se trata de una figura carismática rutinizada que legitima por su intermedio las instituciones políticas. De esta forma se resolvía en el siglo XX el carácter dilemático de la organización planteado ya incluso por Michels. En función de este aspecto de la teoría weberiana – aspecto muchas veces olvidado por autores posteriores -, la conclusión general implícita en este desarrollo teórico es que una sociedad democrática, es decir una sociedad que ha difundido plenamente el principio igualitario incorpora en su seno una fuerte y peligrosa ambivalencia al referir este principio a la política que por definición, siempre establece relaciones asimétricas. Por consiguiente, el principio igualitario llevado a su máxima expresión, necesita algún tipo de contención para asegurar el orden político, tal como incluso la teoría contractualista había sugerido también aunque no de un modo muy explícito.
LA POLÍTICA EN EL SIGLO XX
Pero si con la ampliación del sufragio las sociedades políticas dejaron de visualizarse como en sí mismas homogéneas, para mostrar por el contrario la gran heterogeneidad que existía en su seno, este primer reconocimiento de la diversidad que al igual que hoy, se operó con el advenimiento de la sociedad de masas terminó paradójicamente produciendo una nueva forma de homogeneización, rechazando inclusos esas particularidades emergentes. Se puso así en evidencia uno de las mayores paradojas sobre las que se articuló el orden político moderno: ¿la libertad del individuo es compatible con las exigencias del orden público? (BLUHM:58). Esta pregunta que nunca fuera planteada explícitamente por los autores anteriores se presentaba ahora con toda su crudeza. Este fue el momento en que desde un punto de vista teórico, se reconoció que la política está compuesta por dos planos distintos que incluso desenvuelven lógicas en sí mismas contradictorias. ¿Cómo conciliar entonces, de ser posible, estos extremos? Con el contractualismo este problema se terminó en realidad velando al construir la categoría de ciudadano en tanto que sujeto individual autónomo capaz de autolimitarse a partir del uso de la razón. Apelando a “un racionalismo que pone la emoción aparte de la razón” (TOULMIN:41), el hiato estado-sociedad sobre el cual se había construido el estado moderno se suturaba en el momento del pacto a partir del libre consentimiento racionalmente dado por los hombres.
Pero con la sociedad de masas, el reconocimiento de lo no-racional como basamento a partir del cual se definía preponderantemente la práctica política desnudó el problema, poniendo incluso en crisis el criterio de cientificidad al descubrirse que los sentimientos, las creencias, los mitos – en sí mismos aspectos que no podían ser racionalizados desde el discurso científico positivistas -, eran en verdad el substrato sobre el que se asentaba la legitimidad. Pero arribar a esta conclusión significa reconocer también que a partir de ahora se encuentran disociadas las instancias de legitimación y de racionalización del poder, ya que mientras la primera se sustenta sobre el substrato de lo irracional convirtiendo a lo político en un terreno de incertidumbre, la segunda reclama exactitud y por consiguiente, disciplinamiento y control para asegurar la eficiencia en la satisfacción de las demandas. Esto significa que la política en el contexto de sociedades masificadas se desarrolla entre dos lógicas contrapuestas que necesariamente deben ser conciliadas, siempre teniendo en cuenta que “las formas más estables de relación social son aquéllas en las que las actitudes subjetivas del individuo participante se dirigen hacia la creencia en un orden legítimo’ (GIDDENS:154).
Sin embargo tanto la teoría como la práctica no tuvieron en cuenta este dilema específico de la política democrática. Por el contrario, en lugar de sopesar ambos lados del problema la tendencia que comenzó a desarrollarse desde principios del siglo XX centró la cuestión sólo en la satisfacción de las demandas, es decir en la organización. Esta fue la solución que desde el punto de vista teórico, se formuló explícitamente a partir de 1920, olvidando el sentido de la categoría weberiana de “carisma rutinizado antiautoritariamente” como salvaguarda de las instituciones democráticas y velando con ello nuevamente el problema. Como señala Toulmin,
“las ideas de una ‘racionalidad’ estricta moldeadas en la lógica formal, y de un ‘método’ universal para desarrollar las nuevas ideas en cualquier campo de la ciencia natural, fueron adoptadas en las décadas de 1920 y de 1930 con un entusiasmo incluso mayor, y de una forma incluso más extrema, de lo que había sido el caso a mediados del siglo XVII.” (TOULMIN:159)
Pero este presupuesto teórico tiende a reducir el campo de análisis a la comprensión de una mera racionalidad técnica que particularmente en los momentos de crisis – es decir de profundos cambios, como es incluso el caso hoy -, muestra su propia limitación, ya que nuevamente no permite dar cuenta de toda una serie de fenómenos políticos que trascienden en realidad las características propias de este tipo de logicidad. Con ello volvió a reinstalarse en el plano de la política la construcción racional del estado, aunque esta vez basado en un sistema de organizaciones que desarrollan una lógica meramente formal abandonando con ello la exigencia propia del siglo XVI de “ser razonable” y negando a su vez al sujeto individual toda posibilidad de autonomía. Se volvió así a un “racionalismo científico, e.d., el sueño del siglo XVII de una racionalidad lógica, compartida por los filósofos desde Descartes a Popper” (Idem:198). Pero esta racionalidad aplicada al estado terminó como bien conocemos todos, en una hipertrofia de la razón instrumental. Retomando entonces la preocupación de Weber y su descripción de la dominación burocrática, vemos que se produce una tendencia – tendencia incluso mucho más exacerbada hoy – a reducir los problemas políticos a meras cuestiones técnicas que,por ello mismo, sólo requieren de especialistas para su solución. Así, todo se ha transformado en área de experto, es decir de exclusivo manejo técnico sin tener en cuenta que con esta creciente valoración de este tipo de saberes, la política – y, particularmente, la política democrática – tiende simplemente a desaparecer.
De esta forma la organización se convierte en un fin en sí misma y lo que es más grave aún, termina negando el principio democrático de igualdad. Incluso la tecnificación de las áreas ha llevado a una compartimentalización de la cultura favoreciendo la fragmentación de lo público. En ese sentido los efectos de la burocratización no son otros que la “’reificación del mundo objetivo de la cultura y la consecuente transformación de las formas culturales reificadas de medios a fines en sí mismas” (MITZMAN:7). Se produce así una cosificación de los hombres quienes desde una racionalidad técnica hipostasiada, quedan, en tanto seres humanos, simplemente olvidados. Por eso frente al hecho que todo se ha profesionalizado y por consiguiente se ha racionalizado con el objeto de lograr la eficiencia, y con un sujeto colectivo que desdibuja las individualidades anulando la noción individual de autonomía queda poco espacio para la creación, es decir para la liberación del hombre. Este es el momento en que desde un punto de vista intelectual, muere la idea de progreso, siendo el fin de los metarrelatos – esas grandes narrativas a partir de las cuales se significaba la acción política – sólo una consecuencia necesaria.
A MODO DE CONCLUSION
Este tipo de solución, característica de los regímenes políticos del siglo XX, acentúa preponderantemente la necesidad de generar neutralizaciones para asegurar la homogeneidad. Sólo a través de esta última parece poder lograrse la eficiencia, olvidando con ello que de esta forma simplemente se niega la política. Por eso, si bien este tipo de solución ha sido cuestionada fuertemente en los últimos tiempos por la emergencia de la diferencia, la falta de debates más profundos acerca de estas cuestiones teóricas nos pone ante el riesgo de acentuarla todavía más. Sin embargo su reproducción no significa hoy necesariamente una real despolitización de la sociedad. Aunque exitosa una vez, este tipo de solución reconoce en el contexto de las sociedades presentes una gran dificultad para articular la legitimidad, ya que tanto el estado keynesiano como el tipo de organizaciones que le son específicas han entrado en crisis. En otras palabras, se han roto los criterios sobre los cuales se articuló hasta ahora la legitimidad por la sencilla razón que está desapareciendo el tipo de creencias necesarias para sostenerla. Esta es, al menos, una de las razones por las que nos encontramos con una creciente desconfianza en las distintas formas de mediación, desconfianza que profundiza así peligrosamente el hiato establecido entre estado y sociedad.
Esto ayuda a desarrollar en el hombre común un sentimiento de extrañamiento ya que si bien su doxa sin organización, con constituye una verdadera doxa pública en el contexto de las organizaciones esclerosadas actualmente existentes su voz carece realmente de espacio para poder ser expresada. Al homogeneizar la multiplicidad de voces, las organizaciones siguiendo su propia lógica que confunde la racionalidad práctica con una simplemente técnica siempre tienden a excluir todo lo disonante, es decir lo que es diferente. Pero al haberse roto el criterio de legitimidad, la homogeneidad que se logra ahora sólo se produce hacia el interior de la misma organización separándose entonces del ciudadano común. En otras palabras, la organización no está cumplimentando su rol de mediación entre estado y sociedad cuestionando con ello toda posibilidad de construir un verdadero espacio democrático. La eficiencia se adscribe así a la organización – de la cual el estado es su máxima expresión – fundando su poder en un tipo de legitimidad que reconoce como su principal atributo un substrato de irracionalidad sólo si está completamente rutinizada. La emoción tiene cabida aquí – si bien totalmente distorsionada – sólo como una instancia formal para legitimar un poder que previamente a expulsado la crítica racional como planteaba Kant. Al ser las organizaciones la mediación necesaria entre los hombres comunes y el estado y no teniendo ya estos ciudadanos en ese contexto una verdadera autonomía, el espacio público se reduce en lugar de ampliarse y el hombre común no puede articular una verdadera opinión pública porque su voz, salvo en el momento del acto formal de votar, se constituye sólo como simple doxa privada. Este es el momento en que se autonomiza todavía más la racionalidad instrumental. Pero por ello mismo, al haberse deshumanizado completamente la política, el estado muestra sin ambages su dominación al imponerse ya sólo a partir de la fuerza dejando de lado todo criterio de ‘razonabilidad’.
Cierto es que esta tendencia aparece cuestionada desde las nuevas particularidades existentes que en una primera aproximación, han recuperado una revaloración positiva de las diferencias en el espacio público. Sin embargo ya en la misma forma de tratar con ellas vemos que se reproduce muchas veces nuevamente un tipo de racionalidad instrumental exactamente igual a aquélla que acabamos de criticar. Estas nuevas identidades, en tanto que nuevos actores colectivos que reclaman el reconocimiento de su propia particularidad, parecen compelidas a garantizar hacia su interior una completa unidad, es decir a rechazar una vez más cualquier tipo de diferencia neutralizando nuevamente la política. En ese sentido podemos decir que también están recuperando las viejas soluciones ya que se conforman como una nueva totalidad, si bien menor, y por esa misma razón resultan mucho más peligrosas para la libertad del hombre. En lugar de profundizar el proceso de diferenciación en el espacio público, la política en el contexto de sociedad masificadas se resuelve así en términos de represión.
En ambos casos la heterogeneidad constituye el elemento más perturbador que desafía la racionalidad. Por consiguiente, la política se entiende como un terreno en el cual solamente puede lograrse certezas traducibles únicamente a una lógica matemática. Pero si la característica principal de las sociedades masificadas es la heterogeneidad – tal como se mostró a principios del siglo XX, y tal como también se muestra nuevamente hoy -, la política necesariamente tiene que ser entendida como un terreno de equilibrios inestables. Esto quiere decir que la diferencia debe ser integrada y conciliada en el espacio público,para lo cual los ciudadanos tienen que recuperar su voluntad libre con relación al estado y a las organizaciones en general. Sin autonomía – concepto que además tiene que ser redefinido – no hay posibilidad de una verdadera crítica, única forma de constreñir el poder del estado en una sociedad como la moderna que se piensa a su vez como autónoma. Sabiendo que la legitimidad y la racionalización del poder desarrollan en realidad lógicas en sí mismas antagónicas, la cuestión es definir cómo combinarlas teniendo en cuenta que mientras la incertidumbre total no admite la construcción de una convivencia política común, la certeza absoluta cancela cualquier posibilidad de libertad de los hombres.
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[1] Profesora Titular de Teoría Política I de la Escuela de Ciencia Política, e Investigadora del Consejo de Investigaciones, Universidad Nacional de Rosario.
[i] Una versión preliminar de este trabajo, con el título de Polítical Theory and the Redefinition of Politics, fue presentada en el XVIIIth World Political Science Congress, que tuvo lugar en Québec (Canadá) del 1 al 5 de agosto de 2000.